“Roque pasaba las noches apartado de los suyos, en partes y lugares donde ellos no pudiesen saber dónde estaba, porque los muchos bandos que el visorrey de Barcelona [‘virrey, persona que representaba al rey en cada uno de los reinos en que se organizaba la Corona de las Españas’; nota al pie, n.] había echado sobre su vida le traían inquieto y temeroso, y no se osaba fiar de ninguno, temiendo que los mismos suyos o le habían de matar o entregar a la justicia. Vida, por cierto, miserable y enfadosa.”
Después de tres días y tres noches que Don Quijote pasó con Roque Guinart de un lado para otro, vigilando y espiando, durmiendo de pie e interrumpiendo el sueño, huyendo o esperando comitivas y caminantes a los que asaltar, tiempo que se le hizo muy corto, y aun durando “trecientos años” el caballero nunca hubiese pensado que aquella era una “miserable y enfadosa” vida, sino al contrario, habría mantenido su admiración por el modo de vivir y las ‘hazañas’ del bandolero, “por caminos desusados, por atajos y sendas encubiertas”, el mismo Roque junto a seis de sus “escuderos” dejó a Don Quijote con el único suyo –“la víspera de San Juan, en la noche”– en mitad de la playa de Barcelona.
¡De un lugar de La Mancha al Mediterráneo, pasando por el Ebro! De un pequeño pueblo mesetario de la España rural más pobre a una gran ciudad costera. Dos paletos en la playa y en la ciudad. Don Quijote no nació en el Mediterráneo, qué le vamos a hacer, pero el Mar Medi Terraneum («mar en medio de las tierras») propiciará que finalmente descubra la ‘realidad’.
Roque se da cuenta muy pronto de la “locura” de Don Quijote, pero no se burla del caballero andante. Se confiesa con él incluso, como vimos en el capítulo anterior. Y el cruzado de Cristo, paradójica e irónicamente, es el que admira al supuesto ‘buen ladrón’, en vez de suceder al revés. La sintonía, amistad y sutil enamoramiento que describe Cervantes entre estos dos personajes idealizados, uno de pura ficción (aunque según algún estudioso tanto de Argamasilla de Alba como de Villanueva de los Infantes cuenta con antecedentes en personas reales de ambos pueblos) y el otro procedente sin duda del mundo real, no deja de sorprendernos, a pesar de las dos claves de interpretación que ya comentamos. Finalmente, se despidieron todos entre abrazos y “mil ofrecimientos”, dando Roque a Sancho Panza los diez escudos prometidos en el magnánimo reparto del botín que había hecho, poco antes de abrir la cabeza con la espada al “escudero” de su cuadrilla que se atrevió a protestar.
Don Quijote contempló sobre Rocinante la luz de la “blanca aurora”. Poco después salió el sol de aquellas aguas, en la línea del horizonte con el cielo. Tendieron la vista él y Sancho y “vieron el mar, hasta entonces dellos no visto; parecioles espaciosísimo y largo, harto más que las lagunas de Ruidera que en la Mancha habían visto”. Empezó a salir mucha gente de la ciudad, sonando cascabeles, gritando y tocando tambores y trompetas, pues era día de fiesta. También decenas de caballeros sobre hermosos caballos. Unas galeras varadas en la playa, llenas de banderolas, empezaron a moverse por la mar y a disparar su artillería, que era respondida con estruendo desde los fuertes y las murallas. En fin: “El mar alegre, la tierra jocunda, el aire claro, sólo tal vez turbio del humo de la artillería, parece que iba infundiendo y engendrando gusto súbito en todas las gentes.” Sancho no terminaba de entender “cómo pudiesen tener tantos pies aquellos bultos que por el mar se movían.”
Uno de los caballeros, el avisado por Roque Guinart, de su mismo bando, se acercó a un Don Quijote “suspenso y atónito”, y le dijo:
“–Bien sea venido a nuestra ciudad el espejo, el farol, la estrella y el norte de toda la caballería andante, donde más largamente se contiene; bien sea venido, digo, el valeroso don Quijote de la Mancha: no el falso, no el ficticio, no el apócrifo que en falsas historias estos días nos han mostrado, sino el verdadero, el legal y el fiel que nos describió Cide Hamete Benengeli, flor de los historiadores.”
Les rodearon luego entre varios caballeros y con gran algarabía se dirigieron hacia el interior de la ciudad. Pero “el malo que todo lo malo ordena [‘el diablo’; n.], y los muchachos que son más malos que el malo”, pusieron bajo la cola de Rocinante y del rucio unas matas espinosas. Los dos pobres animales empezaron a saltar y brincar hasta que dieron con los no menos pobres andante caballero y escudero en el suelo, una vez más. De este modo, “corrido y afrentado” ante miles de personas, quiere el Señor Benengeli que entre Don Quijote en la Ciudad Condal. ¡De los bromistas Duques aragoneses, a los bandoleros, muchachos y caballeros de Cataluña!
“C. vuelve a recordarnos que los bosques y campos catalanes estaban infestados de cuadrillas de salteadores y la particular naturaleza del bandolerismo catalán, dividido en dos bandos. Todo ello, además, comportó una particular escisión de la sociedad catalana e incidió en la estructura del poder, que se resintió de la influencia de las facciones, que colocaban valedores entre la burocracia e incluso intentaban influir en el propio virrey” (Martín de Riquer).
“El lector advierte con cierta pena y con desilusión que DQ se eclipsa, se apaga (…) un importante cambio explícitamente declarado en las primeras líneas del capítulo, el papel de simple espectador y ridículo comparsa que C. hace desempeñar en estos capítulos de Barcelona a DQ” (M. de Riquer).
Los muchachos que pusieron los “manojos de aliagas” [‘mata muy espinosa’; n.] al rucio y a Rocinante se escondieron y escaparon “entre más de otros mil que los seguían”. De nuevo sobre las cabalgaduras, llegaron a la gran casa del amigo del bandolero Roque Guinart, que parecía ser de “caballero rico”.
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De lo que le sucedió a don Quijote en la entrada de Barcelona, con otras cosas que tienen más de lo verdadero que de lo discreto
(Quijote, II, 61. RAE, 2015)
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