El heterónimo, Cide Hamete Benengeli, empieza este capítulo haciendo una breve declaración de principios sobre el humor, las bromas y las burlas que él mismo incumple reiteradamente al contar la historia del caballero andante. Demostrando así, como ya nos advirtió Don Quijote en el lejano Capítulo III, que no hay que fiarse demasiado de los historiadores moros. Benengeli asegura en este momento:
“No son burlas las que duelen, ni hay pasatiempos que valgan, si son con daño de tercero.”
Fácil decirlo, pero no tanto cumplirlo. Lo cierto es que la mayor parte de las burlas que Cervantes decide hacer a sus personajes Don Quijote y Sancho, empezando por los muchos palos, golpes, escarnios, puñadas, arañazos, requiebros, molimientos y caídas de las cabalgaduras al duro suelo, producen notable dolor, evidentes daños y múltiples perjuicios a ambos. En fin, nadie es perfecto, ni siquiera los autores del Quijote. ¡El entretenimiento, el éxito y la fama tienen un alto precio, y los personajes deben pagarlo, fueron creados para esto!
El siguiente personaje en tomar el relevo de las burlas después de los muy bromistas Duques aragoneses, es don Antonio Moreno, un rico caballero barcelonés amigo del bandolero Roque Guinart, que una vez hospedados en su casa, y siendo “amigo de holgarse a lo honesto y afable (…), andaba buscando modos como, sin su perjuicio, sacase a plaza sus locuras.”
Los Duques no lo consiguieron, y tampoco lo conseguirá don Antonio: la locura del caballero andante saldrá a relucir en este y en próximos capítulos, pero no sin perjuicio de Don Quijote.
“Comieron aquel día con don Antonio algunos de sus amigos, honrando todos y tratando a don Quijote como a caballero andante, de lo cual, hueco y pomposo, no cabía en sí de contento.”
Sancho Panza tuvo que desmentir rotundamente ante todas las “barbas honradas” que estaban sentadas a la mesa, una referencia que hizo don Antonio a un episodio del ‘Quijote’ de Avellaneda en el que se dice de él que cuando le sobraba comida, ya fuese “manjar blanco [‘pasta que se hacía con pechugas de gallina deshiladas y su caldo, leche, azúcar, sal y sémola de trigo o arroz; se servía en la calle, bien en cajuelas de papel, bien en fritos como buñuelos; nota al pie, n.] o albondiguillas”, la escondía en el seno de su ropa:
“–No, señor, no es así –respondió Sancho–, porque tengo más de limpio que de goloso [‘tragón’, ‘comilón’, n.], y mi señor don Quijote, que está delante, sabe bien que con un puño de bellotas o de nueces nos solemos pasar entrambos ocho días. Verdad es que si tal vez me sucede que me den la vaquilla, corro con la soguilla, quiero decir que como lo que me dan y uso de los tiempos como los hallo; y quienquiera que hubiere dicho que yo soy comedor aventajado y no limpio, téngase por dicho que no acierta”.
Don Quijote salió valerosamente al quite de su escudero:
“–Por cierto –dijo don Quijote– que la parsimonia y limpieza con que Sancho come se puede escribir y grabar en láminas de bronce, para que quede en memoria eterna en los siglos venideros. Verdad es que cuando él tiene hambre parece algo tragón, porque come apriesa y masca a dos carrillos, pero la limpieza siempre la tiene en su punto, y en el tiempo que fue gobernador aprendió a comer a lo melindroso: tanto, que comía con tenedor las uvas, y aun los granos de la granada.”
Aquella tarde salió Don Quijote a pasear por la ciudad con don Antonio. Iba el ‘héroe’ sobre un engalanado mulo con un gabán que le dieron “que pudiera hacer sudar en aquel tiempo al mismo yelo”. En la espalda le habían cosido un pergamino que decía: «Este es don Quijote de la Mancha». El caballero andante se mostró ufano ante don Antonio al comprobar que todos le conocían y llamaban por su nombre, a lo que respondió el catalán: “La virtud no puede dejar de ser conocida”. Un “castellano” que había oído hablar del manchego le acusó de estar “loco” y de “volver locos y mentecatos” a quienes se relacionaban con él, atreviéndose a aconsejarle que se fuese de vuelta a su casa para ocuparse de la hacienda, la mujer y los hijos. Don Antonio le cortó en seco, defendiendo la cordura de Don Quijote:
“–Hermano –dijo don Antonio–, seguid vuestro camino y no deis consejos a quien no os los pide. El señor don Quijote de la Mancha es muy cuerdo, y nosotros, que le acompañamos, no somos necios; la virtud se ha de honrar dondequiera que se hallare, y andad enhoramala y no os metáis donde no os llaman.”
Que Don Quijote sea “muy cuerdo”, como mucho es una media verdad (de esas de las que se dice que son peores que una mentira entera), porque también está bastante ‘loco’. En cuanto a “honrar la virtud” paseando al homenajeado por las calles de Barcelona en verano con un gabán y un letrero en la espalda, es un peculiar modo de honra. Don Antonio no solo finge y hace teatro ante Don Quijote, también actúa ante todos. Lo que ‘en realidad’ hizo aquella tarde fue burlarse de su huésped públicamente.
Por la noche, ya en privado, hubo “sarao de damas” [‘fiesta con música’; n.]. “Había dos de gusto pícaro y burlonas” que sacaron a bailar a Don Quijote, obligándole a dar muchas y muy poco airosas vueltas entre insinuantes miradas y gestos de requiebro, hasta que “le molieron, no sólo el cuerpo, pero el ánima.” El pobre bailarín terminó agotado sentado en el suelo, y en volandas le llevaron a la cama.
Al día siguiente, don Antonio invitó a entrar en un aposento que previamente había enseñado a Don Quijote, a este, a su mujer con las dos amigas que le molieron bailando, a dos amigos suyos y a Sancho Panza. En la estancia solo había una mesa con un pie que parecía de jaspe, y sobre ella un busto que parecía de bronce. Les dijo entonces la mágica “virtud” que tenía aquella “cabeza encantada”, que era la de responder con voz propia a las preguntas que se le hacían. Salvo los viernes, que permanecía “muda”. Allí estuvieron entretenidos unos y otras, pues “las mujeres de ordinario son presurosas y amigas de saber”, preguntando por cuestiones varias a la cabeza y esta en efecto respondiendo, algo que dejó sorprendidos a todos en apariencia. Si bien aclaró que había dos excepciones o asuntos sobre los que nunca hablaba, con lo que demostró ser prudente: “Yo no juzgo de pensamientos”. Y también: “Yo no juzgo de deseos”. Don Quijote preguntó al busto si lo que le sucedió en la cueva de Montesinos “fue verdad, o fue sueño”, y respondió que había “mucho que decir”, porque “de todo tiene”. Luego se alegró sobremanera al saber por la encantada cabeza que el desencanto de Dulcinea terminaría produciéndose. Sancho salió menos satisfecho, porque a la pregunta de si volvería o no a tener otro gobierno, le dijo que sí: el gobierno de su casa. En fin, los dos se quedaron convencidos (en un episodio que nos recuerda mucho el del retablo de maese Pedro con el mono que supuestamente respondía en su oído las preguntas del público), que la cabeza ‘realmente’ hablaba. El historiador moro Cide Hamete Benengeli se apresura a aclarar a los lectores, para prevenir y evitar a tiempo que alguno pueda caer en la misma creencia que el caballero andante y el escudero, que todo era un truco, un artificio, que el busto y el pie de mesa estaban huecos, con un tubo en su interior que conectaba con la habitación del piso de abajo desde la que respondía a las preguntas un sobrino de don Antonio, informado sobre los presentes. Y aclara también, que el caballero catalán hizo construir aquel ingenio a imitación de uno que había visto en Madrid, “para entretenerse y suspender a los ignorantes.” El cervantista Martín de Riquer comenta: “Todos estos juegos le sirven a C. para ridiculizar la creencia en la astrología y supersticiones afines”.
¡¡Los ignorantes!! Esta es la cuestión de fondo que nos interesa. Con toda su perspicaz inteligencia y amplia cultura, el hidalgo manchego, Alonso Quijano, igual que su pícaro criado, Sancho Panza, doctorado en refranes, al carecer de experiencia ‘real’ del mundo más allá de su pequeño lugar de La Mancha, son los dos en la práctica unos grandísimos ingenuos, unos paletos situados en el lado de los “ignorantes”. ¡Por una vez estamos de acuerdo con el Señor Benengeli!
Quiso pasear Don Quijote la ciudad “a la llana y a pie”, y salió con Sancho y dos criados. En una calle alzó la mirada y vio un letrero con grandes letras que decía: «Aquí se imprimen libros». Le picó la curiosidad, porque nunca había visto una imprenta, y entró para conocerla. Después de recorrer las distintas secciones preguntando a los oficiales qué hacía cada uno, conoció a un caballero que había “traducido un libro toscano [‘escrito en italiano’; n.] en nuestra lengua castellana”, titulado “Le bagatele”, “los juguetes”. Don Quijote dijo saber “algún tanto del toscano” y leer a Ariosto, autor del Orlando furioso. Entonces Cervantes le utiliza para meter una muy seria y sarcástica invectiva a los traductores. Y de paso también a los impresores, por su contabilidad y acuerdos un poco tramposos. (Por cierto, el desconocido caballero dice en un momento de la conversación: “Yo no imprimo mis libros para alcanzar fama en el mundo, que ya en él soy conocido por mis obras: provecho quiero, que sin él no vale un cuatrín la buena fama”. A lo que Don Quijote le responde que Dios le dé “buena manderecha”, buena suerte). Salva solo a dos traductores: al doctor Cristóbal de Figueroa, traductor del Pastor Fido, de Guarini, y a Juan de Jáuregui, traductor de Aminta, de Tasso. A ellos les dedica un gran elogio diciendo que “felizmente ponen en duda cuál es la tradución o cuál el original.” Pero del resto comenta que el resultado de su trabajo es “como quien mira los tapices flamencos por el revés” (aunque esta imagen no es original de Cervantes sino de Zapata de Chaves, según nota al pie). Y añade con mordaz ironía:
“–Osaré yo jurar –dijo don Quijote– que no es vuesa merced conocido en el mundo, enemigo siempre de premiar los floridos ingenios ni los loables trabajos. ¡Qué de habilidades hay perdidas por ahí! ¡Qué de ingenios arrinconados! ¡Qué de virtudes menospreciadas!”
¡Ni que los traductores fuesen como el plagiario Alonso Fernández de Avellaneda! La acidez de la crítica cervantina, poco habitual en el escritor, solo es comparable a la que dedica al suplantador tordesillano. En fin, pensaremos que en el caso de los primeros también Cervantes tendría sus buenas razonas.
¡A qué mencionar a Avellaneda!
“Pasó adelante y vio que asimesmo estaban corrigiendo otro libro, y, preguntando su título, le respondieron que se llamaba la Segunda parte del ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, compuesta por un tal, vecino de Tordesillas.”
Dice una nota al pie en la edición del Quijote de la RAE de 2015: ‘No consta que hubiera una segunda edición del libro de Avellaneda impresa en Barcelona; pero la primera, aunque con pie de Tarragona, muy probablemente sí se estampó allí, en la imprenta de Sebastián de Cormellas’.
Cervantes y su heterónimo, el historiador moro Cide Hamete Benengeli, arremeten una vez más contra el anónimo licenciado Avellaneda. Pero antes, sin caer en la cuenta, conceden “a su rival los honores de una segunda edición de que no gozó hasta pasado más de un siglo” (Martín de Riquer). ¡Paradojas de la vida! Cervantes favorece involuntariamente a Avellaneda con el reconocimiento de una entonces inexistente segunda edición de su libro apócrifo, y Avellaneda favorece involuntaria e inmensamente a Cervantes para que este termine haciendo la innovadora y genial Segunda parte del Quijote que hizo. Incluso para que, simplemente, haya una Segunda parte: “A fin de cuentas, son la deuda que hemos de pagar a Avellaneda: sin su continuación y la subsiguiente reacción de C., ¿hubiéramos podido gozar de una Segunda parte que se imprimió cinco meses antes de la muerte del gran escritor?”.
“–Ya yo tengo noticia deste libro –dijo don Quijote–, y en verdad y en mi conciencia que pensé que ya estaba quemado y hecho polvos por impertinente; pero su San Martín se le llegará como a cada puerco, que las historias fingidas tanto tienen de buenas y de deleitables cuanto se llegan a la verdad o la semejanza della, y las verdaderas tanto son mejores cuanto son más verdaderas. Y diciendo esto, con muestras de algún despecho, se salió de la emprenta.”
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Que trata de la aventura de la cabeza encantada, con otras niñerías que no pueden dejar de contarse
(Quijote, II, 62. RAE, 2015)
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