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Alfredo Barbero

Ni locos ni cuerdos

Derrota junto al mar (capítulo 64)

La morisca católica, Ana Félix, y su rico padre, Ricote, fueron muy bien recibidos por la mujer de don Antonio Moreno. Tanto éxito tuvo la joven en la ciudad de Barcelona debido a sus extremadas discreción y belleza, que todas las gentes se acercaban a verla como a toque de campana. Sobre el rescate de su novio cristiano, Don Gregorio, que seguía preso en Argel (disfrazado de mujer, como sabemos, para evitar males mayores), dijo don Antonio que en caso de no conseguirlo el velero que a ese fin zarpó pagado por Ricote, que pasase entonces Don Quijote a “Berbería”. Remedio que el caballero andante había propuesto como el más rápido y seguro, “a pesar de toda la morisma”, del mismo modo que don Gaiferos rescató a su esposa Melisendra. ¡Y aun estando en esta ocasión “la mar en medio”!  

El hidalgo manchego, Alonso Quijano, sigue ‘delirando’ en este capítulo, sigue creyendo que es el famoso caballero andante Don Quijote de la Mancha, capaz de emular en su tiempo las hazañas de los antiguos andantes caballeros escritas en los fantasiosos libros de caballerías. Y paradójicamente, parte de razón lleva Don Quijote en lo de la fama, pues en esta Segunda parte ha conocido gracias al juego literario cervantino: 1) que ya estaba impresa en libros y con gran éxito de gentes la Primera parte de su historia (lo cual era cierto y real), y 2) que existía un imitador de la verdadera historia escrita por Cide Hamete Benengeli, el supuesto licenciado Alonso Fernández de Avellaneda (lo cual también era real y cierto). Don Quijote ya era famoso, en efecto, aunque no por lo que él creía. El personaje no sabe (porque Cervantes no le hace ser consciente hasta ese punto) que su historia tiene un carácter paródico y burlesco de los libros de caballerías, y que es una historia literaria, de ficción. El personaje no tiene ‘autoconciencia’ de ser un personaje literario (un hallazgo técnico y psicológico que aparece en la Literatura del siglo XX con Pirandello; y que con Pessoa y sus heterónimos llega incluso a que sea el propio autor el que se convierte a su vez en varios personajes literarios; pero es ya Cervantes el que introduce en el arte de la narración la complejidad y el polimorfismo de la identidad y del yo). El hidalgo Alonso Quijano / Don Quijote tampoco conoce hasta el último capítulo el carácter ‘enfermo’ o ‘loco’ de su personaje. Hasta el final de la historia es un personaje que no tiene ‘conciencia de trastorno o de enfermedad’, que cree sin el menor asomo de crítica ni de duda en su ‘identidad delirada’: la de ser el caballero andante Don Quijote de la Mancha.  

Sin embargo, desde que en el Capítulo XXX se encontró con Los Duques aragoneses, tiempo después con el bandolero Roque Guinart, y ahora en Barcelona con el caballero don Antonio Moreno, su pensamiento y su supuesta identidad no tienen traducción conductual en nuevas aventuras o hechos heroicos. El personaje ha perdido el protagonismo, adoptando un papel pasivo de mero receptor de burlas, o desplazado por el protagonismo narrativo y la acción de otros personajes. El caballero andante se ha ido diluyendo, quedando en un segundo plano, declinando su estrella, sus caballerescas hazañas y su idealizado discurso. Cervantes le proporciona así una lenta derrota, una muerte lenta.  

“Y una mañana, saliendo don Quijote a pasearse por la playa armado de todas sus armas, porque, como muchas veces decía, ellas eran sus arreos, y su descanso el pelear, y no se hallaba sin ellas un punto, vio venir hacia él un caballero, armado asimismo de punta en blanco, que en el escudo traía pintada una luna resplandeciente; el cual, llegándose a trecho que podía ser oído, en altas voces, encaminando sus razones a don Quijote, dijo: Insigne caballero y jamás como se debe alabado don Quijote de la Mancha, yo soy el Caballero de la Blanca Luna, cuyas inauditas hazañas quizá te le habrán traído a la memoria. Vengo a contender contigo y a probar la fuerza de tus brazos, en razón de hacerte conocer y confesar que mi dama, sea quien fuere, es sin comparación más hermosa que tu Dulcinea del Toboso: la cual verdad si tú la confiesas de llano en llano [‘lisa y llanamente’; nota al pie, n.], escusarás tu muerte y el trabajo que yo he de tomar en dártela; y si tú peleares y yo te venciere, no quiero otra satisfación sino que, dejando las armas y absteniéndote de buscar aventuras, te recojas y retires a tu lugar por tiempo de un año, donde has de vivir sin echar mano a la espada, en paz tranquila y en provechoso sosiego, porque así conviene al aumento de tu hacienda y a la salvación de tu alma”.  

Sorprendido Don Quijote, pero tranquilo, le respondió que juraría que el tal caballero nunca había visto a “la ilustre Dulcinea”, pues de hacerlo nunca hubiese dicho lo que acababa de decir, comprobando con sus propios ojos que “no ha habido ni puede haber belleza que con la suya compararse pueda”. Aceptó, pues, el desafío, “no diciéndoos que mentís, sino que no acertáis”, y las condiciones puestas por el de la Blanca Luna (salvo la de que si Don Quijote vencía pasase a él la fama de sus hazañas, “porque no sé cuáles ni qué tales sean: con las mías me contento, tales cuales ellas son”). Añadiendo: “Y a quien Dios se la diere, San Pedro se la bendiga.”   

En esto llegaron avisados a la playa el virrey, don Antonio Moreno y muchos otros caballeros. El visorrey preguntó por el motivo de aquel combate, a lo que el Caballero de la Blanca Luna respondió rotundo: “precedencia de hermosura” [‘prioridad de belleza’; n.]. ¡Qué decir! ¡Incontestable! El virrey preguntó aparte a don Antonio si aquello era una nueva burla suya, y dijo que no, que no sabía quién era el de la Blanca Luna “ni si era de burlas ni de veras el tal desafío.” Dudó el visorrey en permitir o no permitir el combate, pero creyendo que no podía ser más que algún tipo de broma, sentenció:   

“–Señores caballeros, si aquí no hay otro remedio sino confesar o morir, y el señor don Quijote está en sus trece, y vuestra merced el de la Blanca Luna en sus catorce, a la mano de Dios, y dense.”   

Tomaron ambos campo e iniciaron la carrera el uno contra el otro,

“Y como era más ligero el de la Blanca Luna, llegó a don Quijote a dos tercios andados de la carrera, y allí le encontró con tan poderosa fuerza, sin tocarle con la lanza (que la levantó, al parecer, de propósito), que dio con Rocinante y con don Quijote por el suelo una peligrosa caída. Fue luego sobre él y, poniéndole la lanza sobre la visera, le dijo: 

–Vencido sois, caballero, y aun muerto, si no confesáis las condiciones de nuestro desafío.”   

Entonces Don Quijote, “molido y aturdido, sin alzarse la visera, como si hablara dentro de una tumba, con voz debilitada y enferma”, pronunció unas de las palabras más emocionantes de toda la novela:  

“–Dulcinea del Toboso es la más hermosa mujer del mundo y yo el más desdichado caballero de la tierra, y no es bien que mi flaqueza defraude esta verdad. Aprieta, caballero, la lanza y quítame la vida, pues me has quitado la honra.”  

¡Dispuesto a morir por su ideal, dispuesto a morir por la fantasía de su amor, por su verdad, por su creencia! ¡Todo un valiente caballero! Aparentemente.

Las personas con trastornos psicóticos mantienen una rígida creencia en sus ideas a pesar del carácter absurdo de las mismas y de toda lógica y prueba de realidad en contra, por esto se llaman ideas delirantes, aunque son pocos los casos que llevan hasta la muerte el estricto cumplimiento de esas ideas. En un pequeño porcentaje de psicóticos ocurren suicidios u homicidios directamente relacionados o determinados por la ideación delirante. Pero no se tiene constancia en la bibliografía científica de la resolución de un dilema como el que Don Quijote se ve obligado a plantearse en la situación en que se encuentra: aceptar que la belleza ideal de su amor imaginario no es la más grande del mundo, o morir. ¿Qué haría una persona con un trastorno psicótico real sometida a un dilema parecido en una situación de vida o muerte? ¿Mantendría su ideación delirante o aceptaría morir para no negarla? Muy difícil saberlo. Las creencias delirantes persistentes son pétreas, inamovibles, rígidas, refractarias a toda argumentación lógica y prueba de realidad empírica (aunque con fármacos antipsicóticos pueden mejorar mucho y desaparecer en ciertos casos), pero el instinto de supervivencia tiene una potencia enorme, probablemente mayor. Muchos psicóticos además, a pesar de su trastorno, siguen manteniendo suficiente sentido de realidad como para anteponer la supervivencia, la vida, a sus ideas y emociones. Quizá solo las personas con el máximo nivel de certidumbre delirante antepondrían su verdad, sus creencias y las emociones implicadas, a la propia vida, a la supervivencia. Y en esto coincidirían con algunos cuerdos, porque también ha habido cuerdos a lo largo de la Historia (pocos, es cierto, y cada vez menos) dispuestos a arriesgar su vida e incluso a morir. No por la “precedencia de hermosura” de su pareja, claro está, pero sí por alguna creencia religiosa, causa política, espectáculo o deporte extremos, idea o ideal. Los más cuerdos seguramente son quienes estarían dispuestos a morir por salvar la vida de algún familiar o ser querido. Una conducta altruista de este tipo enlaza con los afectos más potentes y con el instinto de supervivencia de la especie. 

En su Vida de Don Quijote y Sancho según Miguel de Cervantes Saavedra (1905), Unamuno interpreta de esta forma las palabras del “inquebrantable Caballero de la Fe”: “Esas sublimes palabras del vencimiento de Don Quijote son el grito sublime de la victoria del Amor (…) porque tienes fe en ella, en tu Dulcinea (…) No a la fortaleza de tu brazo, sino al amor que la tuviste debes tu vida eterna (…) Así a nosotros, tus fieles, cuando más vencidos estemos, cuando el mundo nos aplaste y nos estruje el corazón la vida y se nos derritan las esperanzas todas, danos alma, Caballero, danos alma y coraje para gritar desde el fondo de nuestra nadería: ¡plenitud de plenitudes y todo plenitud! ¿Que yo muero en mi demanda? Pues así se hará ésta más grande con mi muerte. ¿Qué peleando en pro de mi verdad me vencen? ¡No importa! No importa, pues ella vivirá y viviendo ella os mostrará que no depende de mí, sino yo de ella. No es éste mi yo deleznable y caduco; no es éste mi yo que come de la tierra y al que la tierra comerá un día, el que tiene que vencer; no es éste sino que es mi verdad, mi yo eterno (…) es la idea que de mí tiene Dios, Conciencia del Universo. Y esta mi divina idea, esta mi Dulcinea, se engrandece y se sobrehermosea con mi vencimiento y muerte. Todo tu problema es éste: si has de empañar esa tu idea y borrarla y hacer que Dios te olvide, o si has de sacrificarte a ella y hacer que ella sobrenade y viva para siempre en la eterna e infinita Conciencia del Universo. O Dios o el olvido.”

Tener mucha y muy honda fe, creer en Dios, en el alma, en la vida eterna, en los más altos ideales y el más idealizado heroísmo, por los que no solo merece la pena morir sino que es preferible hacerlo, son precondiciones lógicas (o condiciones prelógicas) implícitas en la interpretación del Rector de la Universidad de Salamanca, como resulta evidente. Pero si se aceptan, si se cree en ellas, su interpretación quizá sea la mejor de todas cuantas se han hecho sobre el significado profundo de la derrota de Don Quijote.  

El caballero vencedor se mostró compasivo con el tan dolorosamente vencido:  

“–Eso no haré yo, por cierto –dijo el de la Blanca Luna–: viva, viva en su entereza la fama de la hermosura de la señora Dulcinea del Toboso, que sólo me contento con que el gran don Quijote se retire a su lugar un año, o hasta el tiempo que por mí le fuere mandado, como concertamos antes de entrar en esta batalla.”  

Don Quijote afirmó que “como no le pidiese cosa que fuese en perjuicio de Dulcinea, todo lo demás cumpliría como caballero puntual y verdadero.” El de la Blanca Luna saludó y entró en la ciudad a medio galope. Y el virrey mandó a don Antonio Moreno seguirle para averiguar quién era.  

La desolación de Sancho Panza superaba casi la de Don Quijote, al que levantaron y descubrieron el rostro, que estaba “sin color y trasudando”.  

“Sancho, todo triste, todo apesarado, no sabía qué decirse ni qué hacerse: parecíale que todo aquel suceso pasaba en sueños y que toda aquella máquina era cosa de encantamento. Veía a su señor rendido y obligado a no tomar armas en un año; imaginaba la luz de la gloria de sus hazañas escurecida, las esperanzas de sus nuevas promesas deshechas, como se deshace el humo con el viento. Temía si quedaría o no contrecho Rocinante, o deslocado su amo, que no fuera poca ventura si deslocado quedara [‘dislocado’, ‘torcido’ (pero también sugiriendo ‘desalocado, curado de locura’); n.]”.

Poco le queda ya a Don Quijote para terminar “deslocado”, pero mientras tanto las esperanzas de caballero y escudero se van deshaciendo como el humo se deshace con el viento. Implacable imagen cervantina de la pérdida de las ilusiones. ¡Muy dolorosa pérdida! Aunque también ese mismo viento es el que tensa las velas y nos permite navegar, vivir. Con el rumbo previsto, o a menudo con otro no imaginado. Los sueños, la derrota, la vida. Con todos sus logros, fracasos, y lo que no terminamos de saber qué es. 

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Que trata de la aventura que más pesadumbre dio a don Quijote de cuantas hasta entonces le habían sucedido

(Quijote, II, 64. RAE, 2015)

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Sobre el autor

Psiquiatra del Centro de Salud Mental "Antonio Machado" de Segovia


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