Aunque en el capítulo 57, cuando Don Quijote y Sancho Panza se despidieron de los muy pesaditos Duques y de la no menos pesadita adolescente Altisidora, ya comentamos que por las contestaciones que el caballero y el escudero dieron a las gruesas, maliciosas y algo bellacas burlas que sin tregua les habían hecho en su castillo, los burladores recibieron una buena dosis de su propia medicina, es en este capítulo cuando por fin el gran historiador moro, Cide Hamete Benengeli, manifiesta de manera explícita lo que seguramente muchos lectores del Quijote pensamos sobre la obstinada actitud burlesca de la niñata y sus aragonesas Excelencias.
“Y dice más Cide Hamete: que tiene para sí ser tan locos los burladores como los burlados y que no estaban los duques dos dedos de parecer tontos [‘muy lejos, apenas dos dedos’; nota al pie, n.], pues tanto ahínco ponían en burlarse de dos tontos.”
Cervantes utiliza a los aristócratas para sus propósitos cómicos y literarios, aunque al final, después de exprimirles a lo largo de un montón de capítulos, maquinando burla tras burla, no les deja en muy buen lugar. Han sido dos tontos muy útiles, pero la novela debe continuar hacia su fin. Todos los personajes son utilizados por el autor. Los dos locos y tontos protagonistas necesitaban otros dos tontos y locos con burlesco ahínco para resaltar su carácter. ¡Y qué mejor que fuesen aristócratas! En medio de las geniales ironías cervantinas, en esta, sin dejar de serlo, detectamos un cierto rasgo de cinismo. ¡Qué podemos hacer, ningún escritor es perfecto!
“Durmió Sancho aquella noche en una carriola [‘cama baja, provista de ruedas, que suele esconderse bajo otra más alta’, ‘cama nido’; n.] en el mesmo aposento de don Quijote, cosa que él quisiera escusarla, si pudiera, porque bien sabía que su amo no le había de dejar dormir a preguntas y a respuestas, y no se hallaba en disposición de hablar mucho, porque los dolores de los martirios pasados los tenía presentes y no le dejaban libre la lengua, y viniérale más a cuento dormir en una choza solo, que no en aquella rica estancia acompañado. Saliole su temor tan verdadero y su sospecha tan cierta, que apenas hubo entrado su señor en el lecho, cuando dijo:
–¿Qué te parece, Sancho, del suceso desta noche? Grande y poderosa es la fuerza del desdén desamorado, como por tus mismos ojos has visto muerta a Altisidora, no con otras saetas, ni con otra espada, ni con otro instrumento bélico, ni con venenos mortíferos, sino con la consideración del rigor y el desdén con que yo siempre la he tratado.”
Después del suplicio recibido en términos de pellizcos, alfilerazos y mamonas a fin de resucitar a la joven, Sancho Panza no estaba para pláticas nocturnas:
“–Muriérase ella enhorabuena cuanto quisiera y como quisiera –respondió Sancho– y dejárame a mí en mi casa, pues ni yo la enamoré ni la desdeñé en mi vida. Yo no sé ni puedo pensar cómo sea que la salud de Altisidora, doncella más antojadiza que discreta, tenga que ver, como otra vez he dicho, con los martirios de Sancho Panza (…) Con todo esto, suplico a vuestra merced me deje dormir y no me pregunte más, si no quiere que me arroje por una ventana abajo.”
Aceptó Don Quijote la más que razonable petición del escudero, que remató con estas palabras: “El sueño es alivio de las miserias de los que las tienen despiertos” [es eco de unos conocidos versos de Ovidio (Metamorfosis); n.]. Y se durmieron los dos.
Entonces aprovecha el señor Benengeli para “escribir y dar cuenta” mientras dormían sobre la máquina orquestada por Los Duques en torno a las supuestas muerte y resurrección de Altisidora. De este modo sabemos que el bachiller Sansón Carrasco había llegado hasta el castillo (después de partir caballero y escudero, en principio hacia Zaragoza) buscando de nuevo a Don Quijote para volver a combatir con él, derrotarlo y obligarle a dar su palabra de regresar y permanecer un año al menos en su pueblo. Como finalmente consiguió en la playa de Barcelona disfrazado de Caballero de la Blanca Luna: “En el cual tiempo podía ser, dijo el bachiller, que sanase de su locura, que ésta era la intención que le había movido a hacer aquellas transformaciones, por ser cosa de lástima que un hidalgo tan bien entendido como don Quijote fuese loco.” La intención del bachiller por Salamanca era fundamentalmente buena (en esta ocasión no recuerda, quizá se le había olvidado ya, cierto propósito de venganza que muy irritado declaró cuando de forma inesperada fue vencido y molido en su primer combate disfrazado como Caballero de los Espejos) y su ‘método terapéutico’ eficaz, aunque siguiese la corriente al ‘loco’ mediante un truco muy poco ortodoxo. Los Duques le informaron también de “la burla que Sancho había hecho a su amo dándole a entender que Dulcinea estaba encantada y transformada en labradora”. Esta burla de un criado a un amo, los aristócratas no la pusieron como causa o motivo de la que ellos hicieron para el “desencanto de Dulcinea, que había de ser a costa de las posaderas de Sancho” (ni tampoco Cervantes ni el señor Benengeli establecen una relación directa), pero por la proximidad de una burla a otra los lectores pueden entender implícitamente que los azotes que Sancho debe darse son el justo castigo por el burlón desafío del criado a la jerarquía de mando considerada natural en aquel tiempo. Si un criado se burla de su amo, ¡qué menos que lo paguen sus posaderas! Los Duques habrían ejercido sibilinamente su sentido de la justicia de clase. Volvió a pasar por el castillo Sansón Carrasco a la vuelta de Barcelona tras vencer al caballero andante, dando cuenta de todo lo sucedido. Y esperando encontrarle para la penúltima broma, la de la muerte y resurrección de la fingida enamorada, Altisidora, dieron orden de desplegar en los caminos por los que amo y criado podían regresar a muchos de los suyos, para que les apresaran y condujesen al castillo.
Ya en el aposento, “el uno durmiendo a sueño suelto y el otro velando a pensamientos desatados”, se llegó el día, y a pesar de no haber pegado un ojo, al excaballero le entraron ganas de levantarse, pues “las ociosas plumas, ni vencido ni vencedor, jamás dieron gusto a don Quijote.” De pronto, apareció la mismísima Altisidora, que todavía débil tras la resurrección iba apoyada en “un báculo de negro y finísimo ébano”. Se sentó en una silla cerca de la cabecera, “con cuya presencia turbado y confuso se encogió y cubrió casi todo con las sábanas y colchas de la cama [Don Quijote], muda la lengua, sin que acertase a hacerle cortesía ninguna”. La jovencita fue allí, “siguiendo el humor de sus señores” (¡pobres bromistas utilizados!), para dar todavía un poco más la tabarra al caballero. Se quejó de Don Quijote y agradeció “los martirios de este buen escudero” que le permitieron resucitar. Sancho dijo que mejor hubiese sido martirizar a su asno, y luego se interesó por el más allá: “¿Qué es lo que vio en el otro mundo? ¿Qué hay en el infierno? Porque quien muere desesperado [‘quien se suicida’; n.], por fuerza ha de tener aquel paradero.”
“–La verdad que os diga –respondió Altisidora–, yo no debí de morir del todo, pues no entré en el infierno, que si allá entrara, una por una no pudiera salir dél, aunque quisiera. La verdad es que llegué a la puerta, adonde estaban jugando hasta una docena de diablos a la pelota [según una tradición que remonta a la Edad Media, los diablos juegan a la pelota con las almas de los condenados; n.], todos en calzas y en jubón [‘ligeros de ropa‘; n.]”.
Cervantes vuelve a atacar de manera cómica e inmisericorde a Avellaneda en este capítulo. Los diablos no estaban jugando a la pelota con las almas de los condenados sino con “libros, al parecer llenos de viento y de borra [‘presunción y basura’; n.]”, a los que con unas “palas de fuego” daban certeros “papirotazos”. Al último, “le sacaron las tripas y le esparcieron las hojas”:
“Dijo un diablo a otro: «Mirad qué libro es ése». Y el diablo le respondió: «Ésta es la Segunda parte de la historia de don Quijote de la Mancha, no compuesta por Cide Hamete, su primer autor, sino por un aragonés, que él dice ser natural de Tordesillas». «Quitádmele de ahí –respondió el otro diablo– y metedle en los abismos del infierno, no le vean más mis ojos.» «¿Tan malo es?», respondió el otro. «Tan malo –replicó el primero–, que si de propósito yo mismo me pusiera a hacerle peor, no acertara.» Prosiguieron su juego, peloteando otros libros (…)”.
Y Cervantes prosigue el suyo, el juego narrativo, pues ante la afirmación de fidelidad inquebrantable que allí mismo hizo de nuevo Don Quijote en su amor por Dulcinea, la jovencita Altisidora se irritó mucho:
“–¡Vive el Señor, don bacallao, alma de almirez, cuesco de dátil [serie de insultos, seguramente improvisados: bacallao, por lo flaco y enjuto; alma de almirez es ‘majadero’; cuesco de dátil, por la dureza de alma y porque se tira; n.], más terco y duro que villano rogado cuando tiene la suya sobre el hito [‘se empeña en que valga su razón sobre todas’; n.], que si arremeto a vos, que os tengo de sacar los ojos! ¿Pensáis por ventura, don vencido y don molido a palos, que yo me he muerto por vos? Todo lo que habéis visto esta noche ha sido fingido, que no soy yo mujer que por semejantes camellos había de dejar que me doliese un negro de la uña, cuanto más morirme.”
¡Malas pulgas se gastaba la presunta enamorada, qué temperamento! ¡Bien hizo Don Quijote en no ceder a sus requerimientos, se libró de una buena!
Entró en ese momento el músico que había cantado la noche anterior. Don Quijote le preguntó por qué había utilizado los versos de Garcilaso (“la voz a ti debida”, etc.), que nada tenían que ver con la muerte de la presente jovencita:
“–No se maraville vuestra merced deso –respondió el músico–, que ya entre los intonsos poetas de nuestra edad [‘poetas noveles e ignorantes, sin educar y desordenados’, porque no han recibido la tonsura, que sólo se da con las órdenes mayores del sacerdocio; n.] se usa que cada uno escriba como quisiere y hurte de quien quisiere [la tradición de acusar de plagiarios a los poetas es muy antigua, pero en la época de C. se agudizó. Sin embargo, C. distingue muy bien entre plagio y utilización de versos ajenos en textos propios, con intención de crear un tejido de alusiones; en el Q. abundan los ejemplos; n.], venga o no venga a pelo de su intento, y ya no hay necedad que canten o escriban que no se atribuya a licencia poética.”
La frontera entre el plagio y la utilización de textos ajenos sigue sin poderse detectar bien del todo ni estar clara, y mucho menos lo estaba en el Siglo de Oro. Hoy día existen programas informáticos para determinar porcentajes de ‘utilización’ de textos que no han sido entrecomillados, señalados o declarados por el escritor como no propios. Pero ni con estas los tribunales tienen fácil dilucidar algunas supuestas autorías en las demandas por la propiedad intelectual. La práctica sin comillas se realiza también con cierta frecuencia en las Universidades para escribir artículos y tesis doctorales. El caso de Avellaneda es bastante evidente, incluso en su época, aunque Cervantes no se limita a criticarle solo a él. ¡Y de qué infernal manera! Extiende la crítica también a los nuevos poetas de su tiempo, a los que sin miramiento alguno acusa de plagiar, robar y escribir necedades que no vienen a cuento. El plagiario Avellaneda acusa a don Miguel en el prólogo del Quijote apócrifo de ser una persona mal contentadiza, y en lo que se refiere a la nueva generación literaria de la que era contemporáneo parece tener razón.
En fin, entraron Los Duques en el aposento. Explicó Don Quijote sobre Altisidora a La Duquesa: “Señora mía, sepa vuestra señoría que todo el mal desta doncella nace de ociosidad, cuyo remedio es la ocupación honesta y continua”. Sancho razonó que lo de “morirse los enamorados es cosa de risa”, corroborando que “las doncellas ocupadas más ponen sus pensamientos en acabar sus tareas que en pensar en sus amores. Por mí lo digo, pues mientras estoy cavando no me acuerdo de mi oíslo, digo, de mi Teresa Panza, a quien quiero más que a las pestañas de mis ojos”. Llamó “malandrín mostrenco” a Don Quijote la desdeñada adolescente, saliendo de la habitación “por no ver delante de mis ojos ya no su triste figura, sino su fea y abominable catadura”. Así se despidió la enamorada, que parecía llorar. Requebrola entonces Sancho sorpresivamente, diciendo: “Las has habido con un alma de esparto y con un corazón de encina. ¡A fee que si las hubieras conmigo, que otro gallo te cantara!” Pidió permiso el caballero a Los Duques para irse después de comer. Y aquella misma tarde se fueron.
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Que sigue al de sesenta y nueve y trata de cosas no escusadas para la claridad desta historia
(Quijote, II, 70. RAE, 2015)
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