“Llegó en esto al mesón un caminante a caballo, con tres o cuatro criados, uno de los cuales dijo al que el señor dellos parecía:
–Aquí puede vuestra merced, señor don Álvaro Tarfe [personaje importante, especie de deus ex machina del Quijote de Avellaneda, que Cervantes incorpora precisamente para atestiguar contra aquel autor y demostrar su impostura; nota al pie, n.], pasar hoy la siesta: la posada parece limpia y fresca.”
En el presente capítulo, ya muy próximos al final de la novela, Cervantes mete al licenciado Avellaneda, de entre las muchas que le mete, la más genial de sus puyas. A este personaje tan importante del Quijote apócrifo, el caballero granadino don Álvaro Tarfe, que se declara “grandísimo amigo” de Don Quijote, que le sacó de su tierra para llevarle a las justas de Zaragoza, le presentó a la nobleza, evitó que le azotasen y, finalmente, le dejó “metido en la Casa del Nuncio” [el manicomio de Toledo, así llamado por haberlo fundado, en 1480, Francisco Ortiz, nuncio apostólico de Sixto VI y canónigo de la catedral de Toledo; n.] para que allí se curase, a este personaje, decimos, Cervantes le saca de la plagiaria novela del anónimo Avellaneda y le introduce en la suya para que conozca en el mesón de una aldea cercana a Un Lugar de La Mancha a los verdaderos Don Quijote y Sancho Panza, y certifique ante el alcalde y un escribano la falsedad de los personajes que había conocido en el otro libro, que hasta este momento, de vuelta a su Granada natal, creía ‘auténticos’.
El juego malabar, intertextual, que hace Cervantes es prodigioso. Supera incluso al “papirotazo” que los diablos dieron con una pala de fuego al libro de Avellaneda a las puertas del Infierno (según relató la resucitada adolescente, Altisidora, tras volver del otro mundo gracias a los pellizcos y mamonas recibidas por Sancho, que cuando empezaron con los alfilerazos aquello ya no pudo sufrirlo).
Don Álvaro reconoció, ante una pregunta directa que le hizo Don Quijote, que no se parecía en nada al que estuvo con él en Zaragoza. Y mucho menos Sancho Panza, que “aunque tenía fama de muy gracioso, nunca le oí decir gracia que la tuviese”.
“–Eso creo yo muy bien –dijo a esta sazón Sancho–, porque el decir gracias no es para todos, y ese Sancho que vuestra merced dice, señor gentilhombre, debe de ser algún grandísimo bellaco, frión [‘muy frío, sin gracia, desangelado’; n.] y ladrón juntamente, que el verdadero Sancho Panza soy yo, que tengo más gracias que llovidas; y, si no, haga vuestra merced la experiencia y ándese tras de mí por lo menos un año, y verá que se me caen a cada paso, y tales y tantas, que sin saber yo las más veces lo que me digo hago reír a cuantos me escuchan.”
Sancho Panza se reafirmó en que: “Todo cualquier otro don Quijote y cualquier otro Sancho Panza es burlería y cosa de sueño”.
“–¡Por Dios que lo creo –respondió don Álvaro–, porque más gracias habéis dicho vos, amigo, en cuatro razones que habéis hablado que el otro Sancho Panza en cuantas yo le oí hablar, que fueron muchas! Más tenía de comilón que de bien hablado, y más de tonto que de gracioso.”
Cervantes hace que el personaje robado a Avellaneda, ¡robado del mismo modo que Avellaneda había robado antes descaradamente los suyos!, se convenza de modo muy fácil de la autenticidad de los Don Quijote y Sancho que acaba de conocer. La explicación que encuentra don Álvaro Tarfe para tan insólita situación (que en la vida real hubiese dejado en estado de flotación mental a cualquiera) es la misma justificación ‘delirante’ que utiliza siempre Don Quijote cuando no entiende o no le cuadra de ninguna manera algo que ocurre en su ‘realidad’. Y que ahora, dicha por este personaje, se convierte en una gran ironía:
“–Tengo por sin duda que los encantadores que persiguen a don Quijote el bueno han querido perseguirme a mí con don Quijote el malo.”
Don Quijote, “el nuestro”, escribe Cervantes, le contesta:
“–Yo –dijo don Quijote– no sé si soy bueno, pero sé decir que no soy el malo. Para prueba de lo cual quiero que sepa vuesa merced, mi señor don Álvaro Tarfe, que en todos los días de mi vida no he estado en Zaragoza, antes por haberme dicho que ese don Quijote fantástico se había hallado en las justas desa ciudad no quise yo entrar en ella, por sacar a las barbas del mundo su mentira.”
El Don Quijote de Cervantes llama al de Avellaneda nada menos que… ¡¡don Quijote fantástico!! Espléndida, insuperable ironía. ¡Cómo debió reírse Cervantes escribiendo estas cosas!
Elogió luego el caballero con nobleza la ciudad de Barcelona, lugar al que ‘realmente’ había ido: “En sitio y en belleza, única; y aunque los sucesos que en ella me han sucedido no son de mucho gusto, sino de mucha pesadumbre, los llevo sin ella, sólo por haberla visto.”
“–Finalmente, señor don Álvaro Tarfe, yo soy don Quijote de la Mancha, el mismo que dice la fama, y no ese desventurado que ha querido usurpar mi nombre y honrarse con mis pensamientos.”
Total, que Sancho Panza estuvo de acuerdo con don Álvaro Tarfe en que su problema era estar encantado como Dulcinea (sabiendo Sancho como sabía que tal encantamiento era falso, inventado por él, porque no vamos a creer ahora que La Duquesa le hubiese convencido ‘realmente’ de lo contrario), añadiendo: “Y pluguiera al cielo que estuviera su desencanto de vuestra merced en darme otros tres mil y tantos azotes, como me doy por ella, que yo me los diera sin interés alguno.”
La ironía de Cervantes vuelve a ser magistral. ¿Quién le enseñaría a ironizar de este modo? Jajajaja.
Llegó el alcalde del pueblo con un escribano para dar fe de la declaración de don Álvaro, al que Don Quijote pidió que declarase ante aquellas respetables autoridades que “no conocía a don Quijote de la Mancha, que asimismo estaba allí presente, y que no era aquel que andaba impreso en una historia intitulada Segunda parte de don Quijote de la Mancha, compuesta por un tal de Avellaneda, natural de Tordesillas. Finalmente, el alcalde proveyó jurídicamente; la declaración se hizo con todas las fuerzas que en tales casos debían hacerse, con lo que quedaron don Quijote y Sancho muy alegres, como si les importara mucho semejante declaración y no mostrara claro la diferencia de los dos don Quijotes y la de los dos Sanchos sus obras y sus palabras.”
¡Nuevas geniales ironías cervantinas! En este capítulo es quizá donde más se concentran algunas de las mejores. Ironizar no es ni mucho menos fácil. La ironía es el nivel superior, más alto, sutil, profundo y elevado del sentido del humor. Capacidades específicas aparte, también requiere su ocasión. En el presente episodio de don Álvaro Tarfe, Cervantes, un escritor cum laude y matrícula de honor en su capacidad de ironizar, ensarta ironías una tras otra. ¡Igual que Sancho los refranes solo que viniendo muy a cuento! Jajajaja.
Firmadas y aclaradas las cosas, salieron por la tarde del mesón de aquel lugar, don Álvaro, Don Quijote y Sancho, y al poco sus caminos se separaron. Hasta llegar allí, el “gran manchego” habló con tanta discreción que definitivamente “desengañó a don Álvaro Tarfe del error en que estaba (…) el cual, abrazando a don Quijote y a Sancho, siguió su camino”. Aquella noche se dio Sancho a su ya bien conocido modo hasta “tres mil y veintinueve” azotes, que Don Quijote llevaba al milímetro la cuenta. La siguiente, “acabó Sancho su tarea, de que quedó don Quijote contento sobremodo, y esperaba el día por ver si en el camino topaba ya desencantada a Dulcinea su señora”.
Como se puede comprobar, Don Quijote sigue ‘delirando’ hasta el mismo momento de llegar de vuelta a su aldea, a Un Lugar de La Mancha, sigue creyendo que es un caballero andante vencido que debe pasar un año retirado haciendo vida pastoril hasta poder recuperar el ejercicio de las armas y de la caballería. También sigue creyendo en su imaginaria dama Dulcinea del Toboso, convencido por completo de que ahora está ya por fin desencantada. ¡Por eso no deja de mirar a cuántas mujeres se cruza por el camino, por ver si es una de ellas!
“Con estos pensamientos y deseos, subieron una cuesta arriba, desde la cual descubrieron su aldea, la cual vista de Sancho, se hincó de rodillas y dijo:
–Abre los ojos, deseada patria, y mira que vuelve a ti Sancho Panza tu hijo, si no muy rico, muy bien azotado. Abre los brazos y recibe también tu hijo don Quijote, que, si viene vencido de los brazos ajenos, viene vencedor de sí mismo, que, según él me ha dicho, es el mayor vencimiento que desearse puede. Dineros llevo, porque si buenos azotes me daban, bien caballero me iba.
–Déjate desas sandeces –dijo don Quijote–, y vamos con pie derecho a entrar en nuestro lugar, donde daremos vado a nuestras imaginaciones, y la traza que en la pastoral vida pensamos ejercitar.
Con esto, bajaron de la cuesta y se fueron a su pueblo.”
Mientras que Don Quijote sigue a lo suyo, a sus películas, la reacción de Sancho Panza puesto de rodillas resulta muy emocionante: “Abre los ojos, deseada patria, y mira que vuelve a ti…”. Sancho se muestra agradecido por los dineros que lleva, por no volver con las manos vacías, muy pícaro en el modo de conseguirlos de la bolsa de Don Quijote mediante la tremenda azotaina de las cortezas de las hayas, cariñoso hacia su aldea, y, en fin, generoso con el caballero, del que dice que llega “vencedor de sí mismo”.
Si por tal, por “vencedor de sí mismo”, se ha de entender sanado o curado de sus ‘delirantes’ fantasías, hemos de decir que dentro de poco sí, pero no todavía.
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De cómo don Quijote y Sancho llegaron a su aldea
(Quijote, II, 72. RAE, 2015)
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