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Alfredo Barbero

Ni locos ni cuerdos

Violencia de género

La venganza es el móvil psíquico quizá más frecuente en los casos extremos de violencia de género en los que el varón siega la vida de su mujer y de sus propios hijos. Una conducta como ésta siempre produce un gran impacto social en los medios de comunicación. La gente no se explica qué puede pasar por la cabeza de una persona para que haga algo así, un acto violento brutal dirigido contra los pequeños seres sin capacidad de defensa a los que pocos años antes dio vida. ¡Niños inocentes! Palabras como “salvaje”, “antinatural” o “enfermo” se vienen de inmediato a nuestro pensamiento en un intento por comprender una acción que resulta tan inexplicable. También otras como “cabrón”, “hijoputa” (expresiones coloquiales en el sentido ético de maldad destructiva y voluntaria) y “cobarde”.

Algunos de estos asesinos, en efecto, están mentalmente enfermos. Pero no todos. Rasgos de psicopatía y trastornos de la personalidad de tipo paranoide, narcisista o megalómano pueden encontrarse en ciertos sujetos cuyo hipertrofiado ego adolece de una intolerancia absoluta hacia el rechazo que supone la ruptura por la pareja de una relación sentimental. En la mente posesiva y débil de estos individuos, una ruptura interpersonal equivale a un ataque devastador contra su persona. Intoxicaciones por alcohol o drogas, trastornos del ánimo como depresión, y psicosis, se detectan en otras ocasiones.

Lo escalofriante, sin embargo, es que aunque no se conozcan estadísticas fiables del porcentaje relativo sobre el total de casos, muchos de estos sujetos violentos no habían sido diagnosticados previamente de trastorno o enfermedad mental alguna. Ni siquiera habían dado con su conducta la más mínima muestra social de estar psíquicamente enfermos. Y esto nos lleva inevitablemente a reflexionar sobre la naturaleza humana, nuestra naturaleza. El homo sapiens, heredero directo de un elevadísimo número de genes de otras especies animales para las que la agresividad contra la vida resulta un imprescindible -y paradójico- mecanismo de supervivencia, es sin duda también una especie muy agresiva.

La necesidad de vigilancia y canalización de nuestra agresividad por parte del conjunto del sistema social es constante, no admite tregua, y debe ser muy eficaz. Según Aristóteles, el hombre es un “animal racional”, pero no se atrevió a especificar la parte que tenemos de lo uno y de lo otro. Según Thomas Hobbes, mucho más directo, “el hombre es un lobo para el hombre”. Por eso son necesarias leyes que castiguen las conductas violentas. En casos de violencia muy grave se considera incluso justificada en algunos países desarrollados la pena a cadena perpetua. Tenemos un sistema sanitario para detectar y tratar los casos que obedezcan a un trasfondo psicopatológico. Tenemos un sistema educativo que hace hincapié en transmitir valores de igualdad y respeto entre el hombre y la mujer, así como valores pacifistas y ecológicos de respeto a la vida. Tenemos un sistema judicial que puede adoptar medidas preventivas. Tenemos unos servicios sociales que apoyan emocional y materialmente a las víctimas. Tenemos, en definitiva, un muy amplio bagaje cultural basado en la racionalidad constructiva, una suerte de “segunda piel”, de “segunda naturaleza”, con el que podemos afrontar las discrepancias y frustraciones interpersonales, los conflictos y las diferencias de intereses.

El sistema social de los países civilizados del siglo XXI cuenta con muchos recursos y herramientas, y se esfuerza en mejorarlos, para atemperar y controlar nuestra agresividad. Pero la naturaleza humana es como es. Prever un futuro próximo sin guerras ni asesinatos no parece una opción realista. Los humanos somos no poco salvajes. Y esto, aunque nos cueste admitirlo, es natural en la medida en que forma parte de nuestra muy larga “biografía” como seres vivos.

Con todo, dos niños gallegos y otros dos catalanes debieran seguir entre nosotros.

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Sobre el autor

Psiquiatra del Centro de Salud Mental "Antonio Machado" de Segovia


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