La gran Constitución española de 1978 todavía tiene el apoyo de una amplia mayoría de ciudadanos, por fortuna.
Apreciarla hasta el punto de pronunciar públicamente un ¡viva! no me genera el más mínimo reparo. Me cuento entre los miles de españoles de los cuatro puntos cardinales de nuestra geografía que somos convencidos defensores de la Carta Magna. Creo en la Constitución que vi nacer durante mi época universitaria en Salamanca, mientras paseaba por sus calles y Plaza Mayor, asistía a las manifestaciones que “los grises” terminaban convirtiendo en notables pruebas atléticas, iba al cine, y también estudiaba. La generación a la que pertenezco fue testigo privilegiado y directo de su gestación, del proceso de consenso entre las tres Españas, la de “derechas”, la de “izquierdas” y la “nacionalista”, que condujo finalmente tras un oscuro periodo al pacto constitucional con el que pudimos recuperar la concordia entre los españoles y la democracia perdida durante tanto tiempo. Me siento, por estos motivos, intelectual y emocionalmente muy vinculado a la Constitución de 1978.
Los españoles de mi generación conocemos desde su inicio el largo periodo de paz, estabilidad, prosperidad económica, desarrollo social, unidad y democracia (imperfecta, subdesarrollada, “partitocrática”, pero a la postre democracia) que hemos tenido durante casi cuatro décadas. Un periodo sin duda histórico por el simple hecho de reunir esas 6 características básicas, que sorprendentemente han sido muy inusuales en la historia de España.
El ahora Premio Nobel de Literatura, Bob Dylan, dice en una de sus canciones que The Times They Are A-Changin’, pero la realidad es que ya lo han hecho, ya han cambiado. La España del siglo XXI y del muy cercano 2017 es otra, mucho más avanzada que la de 1978. En consonancia con ella, y con la nueva etapa política en la que hemos entrado no sin dificultad en el último año pasando de un sistema bipartidista a otro de cuatro influyentes partidos nacionales, se han perfilado tres grandes actitudes políticas respecto a qué hacer con el texto constitucional: 1) apenas modificarlo, sólo en cuestiones como la sucesión monárquica y poco más, 2) hacer una reforma más amplia que incluya una definición territorial del Estado en términos federales explícitos, y 3) incluir en la Constitución el derecho a decidir mediante referéndum la autodeterminación de los territorios, para que de este modo pueda producirse legalmente la ruptura con España (y por tanto, la ruptura de España) que lleva pidiendo sin disimulo desde hace al menos dos años el Gobierno catalán, y quizá próximamente el vasco o el de alguna otra región.
El inminente desafío que tenemos planteado todos los españoles es extraordinario. La estructura política que ha permitido durante casi 40 años nuestra convivencia y progreso está amenazada. Apelar a la generosidad con la que los políticos de la Transición cedieron en sus ideas y aceptaron un pacto común resulta vano por completo. Un pacto como aquel es ahora imposible porque el objetivo de independencia implica la ruptura de todo proyecto conjunto de nación. Aquella generosidad política, por tanto, ha desaparecido.
Tampoco resulta verosímil que a estas alturas el independentismo catalán pueda frenarse mediante una financiación económica “especial”, por muy poderoso que todavía sigue siendo el caballero don Dinero. Se ha dicho en algún medio que la Vicepresidenta del Gobierno, la vallisoletana Soraya Sáenz de Santamaría, cree lo contrario. Y como ella, el gallego Presidente Rajoy. Que todavía creen ambos, uno en Madrid y la otra viajando a la Ciudad Condal, que en el último minuto el “suflé político catalán” se desinflará aplicando por encima una buena capa de pelas (millones de euros) como ha ocurrido en ocasiones anteriores. Que creen que los representantes catalanes están utilizando de nuevo su característica técnica comercial convertida ya en una especie de tradición. Se equivocan. Esta ocasión no es como las anteriores. La dinámica independentista ha alcanzado un punto de no retorno mediante su propio autocontrol. Necesitan, parece incluso a veces que lo estén pidiendo a gritos, un control externo. El Gobierno español da la impresión de no querer reconocer, de hacer como si no existiese, la actual realidad política catalana. Aunque también es posible que lo que esté haciendo sea apurar las últimas oportunidades de negociación que siempre facilita don Dinero antes de verse obligado a adoptar otro tipo de medidas legales. Pronto lo sabremos.
¿Cómo se resuelven las diferencias en una democracia? Pues con democracia, que para eso se ha inventado. Si el consenso entre los representantes políticos de todos los territorios de la nación española ya no es posible, la mayoría democrática de partidos tiene derecho a que se ponga en práctica su pensamiento y su modelo territorial. Y la minoría debiera respetar la regla esencial de la democracia aceptando un modelo distinto al suyo. La “democracia unilateral” no es democracia. Los actos inequívocos, no sólo las palabras, que hasta la fecha han realizado los políticos del Gobierno autónomo de Cataluña demuestran que no aceptan su papel de minoría. Estos políticos, y una buena parte del pueblo catalán inmerso durante décadas en un sistema educativo y mediático autorreferencial, nos han dejado muy claro a todos los españoles en el último bienio que no admiten nada más que sus propias ideas, sus propios sentimientos, su propia legalidad, su propia democracia y su propia identidad, despreciando con una abierta falta de respeto los sentimientos, las ideas, la legalidad constitucional, la democracia y la identidad de los españoles.
Ensimismados como están continúan por su camino de ruptura, aunque la democracia tiene recursos eficaces para que la mayoría haga valer sus derechos frente a las minorías que no la respetan. No puede haber independencia democrática de Cataluña sin un referéndum de todos los ciudadanos españoles que así lo decida. La soberanía y la propiedad pública del territorio español pertenece al conjunto de los ciudadanos de este veterano país. Hasta ahora los españoles hemos tenido mucha paciencia, mucho seny, con el separatismo catalán, que no ha parado en mostrarse con nosotros altanero, faltón e intolerante. Ayer mismo Francesc Homs preguntaba en este habitual tono que ha caracterizado todo el Procés al conocer la decisión del Tribunal Constitucional que anula cautelarmente la convocatoria ilegal de referéndum aprobada por el Parlamento catalán: “¿qué van a hacer, enviar los tanques, la policía, a unos matones?”. No, Sr. Homs, está usted muy equivocado y pronto se dará cuenta. No van a enviar tanques ni matones, ni debiera igualar en su discurso a la Policía y el Ejército democráticos de España y Cataluña con los “matones”. Por favor, no sea tan irrespetuoso. Lo que hará y le va a enviar el Estado de derecho español y el Tribunal Constitucional en nombre de la mayoría de los ciudadanos es un curso práctico de respeto a la legalidad, a la Constitución, a la democracia y a las personas que formamos parte de esta nación llamada España, un curso que se nota le hace mucha falta.
Todos somos iguales ante la Ley, por lo que cuando alguien se la salta es detenido y procesado. Aun siendo político… ¡y aun siendo político catalán! Ninguno de los actuales 17 territorios autónomos puede arrogarse unilateralmente la propiedad y la soberanía de una parte de España. No puede hacerlo Castilla y León, ni Galicia, ni Andalucía, ni Madrid, ni Valencia, ni Castilla-La Mancha, ni Cataluña, etc. De seguir incumpliendo las sentencias del Tribunal Constitucional, la señora Forcadell y otros responsables políticos habrán de ser detenidos y juzgados conforme a la legislación vigente. Y si el Parlamento y el Gobierno catalanes insisten e insisten en saltarse una y otra vez la Ley, las competencias de la Autonomía catalana tendrán que ser anuladas parcial o totalmente por decisión del Gobierno según prevé la Constitución. Si finalmente el empecinamiento del independentismo catalán hace inevitable tomar estas medidas, ojalá que no, el conflicto territorial español dará un salto cualitativo: de una fase sólo declarativa —que resulta ya muy aburrida y cansina— se pasará a otra en la que la imposición del Estado de derecho y de la Ley usando sus medios legítimos de fuerza tendrá un importante papel en defensa de la voluntad democrática de la mayoría de los españoles. En tal caso, no nos quedará otro remedio que aprender a convivir con la situación que tengamos en este soleado, creativo, entretenido y no poco “balcánico” y surrealista país nuestro. ¡Por peores hemos pasado!
Adolfo Suárez está enterrado junto con su mujer, Amparo Illana, en el claustro de la catedral de Ávila. En la lápida de granito dejaron un epitafio con una sencilla y profunda idea: “La concordia fue posible”. La realidad política actual y la previsible para el próximo año 2017 obliga a preguntarse: ¿por cuánto tiempo? La Constitución de 1978 que tanto bien nos ha hecho probablemente sea reformada mediante un pacto entre tres de los cuatro grandes partidos políticos que ahora hay en España, PP, PSOE y Ciudadanos. Un nuevo pacto o consenso ampliamente mayoritario basado en las actitudes 1) y 2) arriba señaladas. Así lo espero, al menos. Como también deseo que, una vez reformada, nuestra Constitución sea mejor, más fuerte, y siga teniendo larga vida.
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