En este capítulo dos burladores van a terminar siendo burlados. Uno, de manera explícita por el resultado del caballeresco combate que tiene lugar. El otro, de manera implícita y mucho más sutil por obra y decisión de los autores de esta verdadera historia, Cide Hamete Benengeli y Cervantes.
El coloquio entre los supuestos caballeros andantes es de bastante menor interés que el que mantuvieron en el capítulo anterior los no menos supuestos escuderos. Los caballeros solo hablan de sus damas y hazañas, que consideran insuperables.
“–Finalmente, señor caballero, quiero que sepáis que mi destino, o, por mejor decir, mi elección, me trujo a enamorar de la sin par Casildea de Vandalia. (…) Una vez me mandó que fuese a desafiar a aquella famosa giganta de Sevilla llamada la Giralda, que es tan valiente y fuerte como hecha de bronce, y sin mudarse de un lugar es la más movible y voltaria mujer del mundo. Llegué, vila y vencila, y hícela estar queda y a raya, porque en más de una semana no soplaron sino vientos nortes. Vez también hubo que me mandó fuese a tomar en peso las antiguas piedras de los valientes Toros de Guisando, empresa más para encomendarse a ganapanes que a caballeros. Otra vez me mandó que me precipitase y sumiese en la sima de Cabra, peligro inaudito y temeroso y que le trujese particular relación de lo que en aquella escura profundidad se encierra. Detuve el movimiento a la Giralda, pesé los Toros de Guisando, despeñeme en la sima y saqué a luz lo escondido de su abismo, y mis esperanzas, muertas que muertas, y sus mandamientos y desdenes, vivos que vivos. En resolución, últimamente me ha mandado que discurra por todas las provincias de España y haga confesar a todos los andantes caballeros que por ellas vagaren que ella sola es la más aventajada en hermosura de cuantas hoy viven, y que yo soy el más valiente y el más bien enamorado caballero del orbe, en cuya demanda he andado ya la mayor parte de España, y en ella he vencido muchos caballeros que se han atrevido a contradecirme. Pero de lo que yo más me precio y ufano es de haber vencido en singular batalla a aquel tan famoso caballero don Quijote de la Mancha, y héchole confesar que es más hermosa mi Casildea que su Dulcinea; y en solo este vencimiento hago cuenta que he vencido todos los caballeros del mundo, porque el tal don Quijote que digo los ha vencido a todos, y habiéndole yo vencido a él, su gloria, su fama y su honra se ha transferido y pasado a mi persona, y tanto el vencedor es más honrado cuanto más el vencido es reputado [aunque modificados para la ocasión, son versos de La Araucana de Ercilla; nota al texto]; así que ya corren por mi cuenta y son mías las inumerables hazañas del ya referido don Quijote.”
Don Quijote logra contenerse ante afirmaciones que en la Primera parte hubiesen desencadenado de inmediato su cólera. Manifiesta conocer muy bien al Caballero de la Triste Figura, por ser “el mayor amigo que en este mundo tengo”, y trata de que el Caballero del Bosque reconozca que pudo confundirle con otro parecido. O bien que: “como él tiene muchos enemigos encantadores, especialmente, uno que de ordinario le persigue, no haya alguno dellos tomado su figura para dejarse vencer, por defraudarle de la fama que sus altas caballerías le tienen granjeada y adquirida por todo lo descubierto de la tierra.” Pero el del Bosque, de la Selva, o de los Espejos, que de tan diversos modos es conocido, no cede, y propone entablar combate nada más empezar el día. Don Quijote acepta. Encuentran a sus escuderos roncando tras haber contemplado a placer las estrellas, y les comunican la noticia. Sancho Panza se queda “atónito y pasmado”, y más todavía cuando su colega escudero le dice que en la Andalucía de la que proceden tienen la costumbre de que los escuderos también peleen mientras lo hacen sus amos. Se produce entonces un coloquio muy gracioso entre los dos escuderos en el que Sancho pone todas las excusas que puede para evitar la pelea: ni a espada ni a talegazos, ni con enojo ni sin enojo, ni media hora siquiera, asegurando que prefiere pagar la multa correspondiente.
“–Amanecerá Dios y medraremos”, zanja la discusión el del Bosque.
“Mas apenas dio lugar la claridad del día para ver y diferenciar las cosas, cuando la primera que se ofreció a los ojos de Sancho Panza fue la nariz del escudero del Bosque, que era tan grande, que casi le hacía sombra a todo el cuerpo. Cuéntase, en efecto, que era de demasiada grandeza, corva en la mitad y toda llena de verrugas, de color amoratado, como de berenjena; bajábale dos dedos más abajo de la boca; cuya grandeza, color, verrugas y encorvamiento así le afeaban el rostro, que en viéndole Sancho comenzó a herir de pie y de mano [temblar], como niño con alferecía, y propuso en su corazón de dejarse dar docientas bofetadas antes que despertar la cólera para reñir con aquel vestiglo.”
Dispuestos ya los caballeros a combatir, “acortando razones, subieron a caballo”. Empiezan a tomar la distancia, y Sancho pide en ese momento a Don Quijote que le ayude a subirse a un alcornoque. “Te quieres encaramar y subir en andamio por ver sin peligro los toros”, dice el caballero. Sancho explica que es para no quedarse junto al del Bosque, reconociendo que le da mucho miedo.
¡Y el miedo de Sancho Panza es el que irónicamente hace ganar a Don Quijote!
El de los Espejos arranca impetuoso la carrera sin darse cuenta de que Don Quijote está ayudando a Sancho a subir al alcornoque. Entonces, tras recorrer la mitad de la distancia, detiene a su caballo. Don Quijote aúpa al escudero y arranca su carrera. El del Bosque está parado. Espolea al caballo pero éste, de similar complexión a la de Rocinante, no quiere moverse. Don Quijote arremete a placer contra el desafortunado caballero sin ni siquiera darle ocasión de poner la lanza en ristre. Del fuerte impacto queda desplomado en el suelo, inmóvil, parece muerto. Al descubrir el yelmo, Don Quijote se lleva una extraordinaria sorpresa al ver la cara (nada socarrona en esta ocasión) del mismísimo bachiller Sansón Carrasco.
“Y así como la vio, en altas voces dijo:
–¡Acude, Sancho, y mira lo que has de ver y no lo has de creer! ¡Aguija, hijo, y advierte lo que puede la magia, lo que pueden los hechiceros y los encantadores!”
Dispuesto estaba el caballero a hincar la espada en la boca del bachiller por consejo de Sancho, queriendo así matar a alguno de sus enemigos encantadores, “porque de los enemigos, los menos”, cuando llegó gritando sin la gran nariz el acompañante del “derrengado caballero”, que se dio a conocer como Tomé Cecial, vecino, compadre y amigo de Sancho Panza.
Recuperada la consciencia el Caballero de los Espejos, y obligado a “confesar y creer” en la muy superior belleza de Dulcinea del Toboso sobre la de Casildea de Vandalia, y en que el caballero al que venció de ningún modo era Don Quijote de la Mancha sino alguno que se le parecía, dice Cervantes:
“Ayudole a levantar don Quijote, y Tomé Cecial su escudero, del cual no apartaba los ojos Sancho, preguntándole cosas cuyas respuestas le daban manifiestas señales de que verdaderamente era el Tomé Cecial que decía; mas la aprehensión que en Sancho había hecho lo que su amo dijo de que los encantadores habían mudado la figura del Caballero de los Espejos en la del bachiller Carrasco no le dejaba dar crédito a la verdad que con los ojos estaba mirando. Finalmente, se quedaron con este engaño amo y mozo.”
El bachiller Sansón Carrasco sale trasquilado, burlado y bien molido de la estratagema para hacer volver a Don Quijote a su lugar haciéndose pasar por un caballero andante (el historiador arábigo, Cide Hamete Benengeli, aclara todas las posibles dudas del lector sobre su identidad en el próximo capítulo), pero el burlador que sale más profundamente burlado de este episodio es Sancho Panza.
Repetimos lo que dice Cervantes: “la aprehensión que en Sancho había hecho lo que su amo dijo (…) no le dejaba dar crédito a la verdad que con los ojos estaba mirando. Finalmente, se quedaron con este engaño amo y mozo.” Es decir: por primera vez en esta Segunda parte (y a diferencia de lo que ocurre en los Capítulos X y XIII en los que Sancho se distancia de las creencias y alteraciones perceptivas de Don Quijote, reconociéndole como “loco”) Cervantes decide en el final de este capítulo que el escudero comparta el “engaño” con el caballero. Lo escribe de manera muy rápida y breve, pero lo que dice tiene una consecuencia decisiva: compartir el “engaño” supone compartir el ‘trastorno mental’ de Don Quijote. ¡Por primera vez Sancho Panza cumple criterios para el ‘diagnóstico’ de folie à deux o trastorno psicótico compartido! ¡¡Menuda broma!!
De manera intencional, o no, Cervantes realiza un acto de justicia poética equilibrando la balanza entre caballero y escudero después de la despiadada burla que éste le propinó en el Capítulo X haciendo pasar a una tosca y fea aldeana por Dulcinea del Toboso, bella y delicada como nadie.
Donde las dan, las toman.
(Donde se prosigue la aventura del Caballero del Bosque. Quijote, II, 14. RAE, 2015)
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