A José Luís Coll le ha dado por morirse y a Gabriel García Márquez por cumplir los 80 años. Y a mí, que de mayor me gustaría ser mitad Coll y mitad Gabo, me da hoy por agotar la treintena para siempre, como si abandonara el país en que he vivido la última década. Esto es, y no otra cosa, cumplir los cuarenta años que me tiene reservada la fecha de mañana. Hoy, esta tarde, entre las velas de Gabo y las de Coll, camino como un emigrante, andén arriba, andén abajo, sin atreverme a soltar la maleta, no sea que me la birlen en un descuido y mañana llegue a los cuarenta sin pasado.
Cuando era niño creía que cumplir los cuarenta tendría su lado mágico. A mi juicio infantil le gustaba pensar que los cuarentones sufrían una metamorfosis, pasaban, cuando menos, de nivel; alcanzaban una de las esferas superiores. El cuarenta es un número perfecto, rotundo, contundente, admisible, admirable… El ejemplo básico de la barbaridad: Alí Babá, el diluvio, la peste, Zoroastro, la Annabasis. Un cuarentón nacido el día en que Moisés huyó de Egipto vería la tierra prometida; un cuarentón que tuviese la desgracia de nacer el 18 de julio del 36, alcanzaría a ver el féretro del dictador. Es probable que no haya mal en el mundo capaz de superar los cien años de existencia. Pero me animo a sugerir que son cuarenta los años que marcan el límite de cualquier cerrazón.
Cuando yo nací Gabo estrenaba su segunda cuarentena. Andaba el hombre maleta en mano, andén arriba, andén abajo, dispuesto a comerse crudo el porvenir. No en vano aseguran los entendidos que a los cuarenta están las personas a punto de caramelo, plenas de facultades profesionales y creativas, como frutas maduras, tersas y dulces, ni verdes ni podridas. La teoría no se sostiene pero no conozco mortal dispuesto a rebatirla. Yo, fiel a esa tradición conveniente, me dejaré engatusar por ella. A quién puede amargarle pensar que está a punto de dar lo mejor de si mismo. La cuarentena es la última ocasión de evitar el paso de la promesa a la decepción. Sin embargo, a los cuarenta no caben indulgencias. Un cuarentón tiene ya las oportunidades exhaustas. La paciencia a su alrededor se agota con alarmante rapidez; tampoco es objeto de una admiración desmedida. Aunque esto último es de agradecer pues, cuando ocurre, el cuarentón tiene, por hache o por be, los días contados.
Lo cierto es que llegar a los cuarenta es tomar el mando y, tras un breve examen de conciencia, colijo que si a lo largo de la Historia los cuarentones han gozado de la madurez que ahora en teoría me acompaña a mí, no es difícil explicarse la sarta de estulticias cometidas por la especie hasta la fecha. Hay que ser honesto y ahora puedo decirlo con absoluto conocimiento. Cuando yo era niño creía que los cuarentones eran sensatos. Conozco el empeño por asegurar que antaño se maduraba antes. Pero las carencias materiales, las posguerras, las atroces faltas de educación, ocio, libertad y cultura no son precisamente campos abonados para la excelencia personal. Si la lógica indica que la mía es la generación de cuarentones mejor preparada que ha habido, e insiste en que la venidera es notablemente superior, afirmo con dolor, constancia y cierta dosis de vergüenza que la sensatez de los cuarentones de cualquier generación, incluyendo ésta que me atañe, es decepcionante.
Entro en el país de Cuarentena receloso. He oído hablar de su atmósfera adormecedora. Uno entra y corre el riesgo de dormir hasta el día en que lo deportan. Así pues, camino por el andén, arriba y abajo, sin soltar mi equipaje, con el ceño fruncido y la mosca tras la oreja, como un novato cualquiera.
©Rafael Vega