El Norte de Castilla, 31 de marzo de 2007
Hay gente de pasaporte sobado, más bien joven, con poder adquisitivo, don para los idiomas y una cámara de fotos alucinante, que jamás ha asistido a la Semana Santa de su ciudad. Y no porque sean personas aburridas sin curiosidad alguna, de esas que no salen de casa a no ser que lo ordene un bombero con un megáfono, sino de aquellas que aprovechan cualquier asueto para hacer el petate y ver mundo. Han estado en una sinagoga de Jerusalén, en una mezquita de Túnez, han asistido a un rito copto en el Delta del Nilo y a una misa ortodoxa en Moscú; fueron testigos de una iniciación de monjes lamas y se espantaron escuchando un esperpéntico conjuro vudú en un garito cubano. Pero la Semana Santa, como que no. Es lógico que se la hayan perdido si acostumbran a emplear sus vacaciones para darse un garbeo por el planeta, pero el problema brota como un grano cuando, por algún motivo que no viene al caso, se quedan en la ciudad y, lejos de sentirse unos privilegiados que aun sin viajar se despiertan en un destino interesante para cualquier turista trotamundano, fracasan buscando en su corazoncito un atisbo de interés para asistir a esta manifestación cultural tan singular. Y cuando eso pasa, no saben lo que se pierden, los muy aventureros.
©Rafael Vega