El Norte de Castilla, 4 de agosto de 2007
La evolución de la humanidad sigue el ritmo de la conga. Quizá por eso, el paso hacia atrás se corresponda con la época más festiva del año, cuando la tregua del clima lo permite. Para convertir cada población en una moridera los toros abandonan la vida relajada que les diseñó la historia natural y se enfrentan a los complejos de los hombres. Supongo que para los toros la tradición es una entelequia en la que ni siquiera reparan, aunque acabe con sus vidas en cada uno de los pueblos de esta tierra sedimentada. La auténtica tradición no está en la presencia de los astados, por mucho que se pontifique a este respecto desde los púlpitos del arte, sino en la exposición gratuita de los hombres a un peligro programado. Si Hegel levantara la cabeza vería en cada mozo borracho de su propia adrenalina a un individuo lamentablemente herido desde la infancia por culpa de la autoestima; un hombre que, sin embargo, no lo es hasta afirmar su valía en algo tan gratuito como el quite ante una bestia sin entendimiento y que espera verse reflejado en la cara asombrada del resto de la tribu. Es decir: gloria de luces, sombra de tendido; la selección natural aún subordinada a las exhibiciones de los encelados. El toro es lo de menos. Pero acaba finalmente sin pellejo.
©Rafael Vega