Cuando el director de campaña entró en la sala de reuniones se hizo un áspero silencio. Eso le confirmó las sospechas de que todos ellos, sin excepción, conocían los rumores que sobrevolaban por los pasillos de la sede: un fichaje estrella se haría cargo del liderazgo en la candidatura de su jurisdicción.
Los correos electrónicos del partido estuvieron echando humo desde primeras horas de la mañana con el enlace a un confidencial que apuntaba la noticia. Y él llevaba desde entonces ensayando muecas ante el espejo retrovisor del coche que acaso lograsen maquillar su asombro y su congoja.
¿Qué hacer? ¿Renunciar al segundo puesto después de haberse curtido el trasero como número uno durante un par de legislaturas? ¿Se esperaba eso de él en la ejecutiva o, por el contrario, le brindaban la oportunidad de poner la dignidad sobre la mesa y salir por la puerta grande reservada a los imbatidos? Esta última posibilidad, por muy gallarda que sonara, le provocaba escalofríos. Doce años zambullido en la política, en el trasiego verbal del Congreso de los Diputados, en el fragor de las campañas barriobajeras, lo habían aislado completamente del mundo real y, lo que era mucho más lamentable, del mundo laboral. Bien era cierto que contaba con un nombre y un apellido conocidos. No tanto como hubiera deseado, según los malditos sondeos de popularidad, pero sí, al menos, entre el nacarado grupo local de empresarios que suelen hacer negocios mientras eligen un hierro o una madera. Sin embargo, la mínima pátina de gloria que podía lucir de momento desaparecería cuando su degradación en la candidatura fuera vox populi.
Cabía otra posibilidad: subir el enmoquetado desnivel que lo separaba de las plantas superiores, entrar en el despacho del secretario de organización y exigir, confidencialmente, un puesto que sirviera de desagravio.Estaba seguro de que la maniobra, aun llegada del comité central, habría sido pergeñada sucintamente por el Angelcristo, que de últimas mostraba indicios de tenerle muchas ganas. Si así era, el secretario de organización, cuya inmunidad era absoluta, podría conseguirle una salida airosa sin comprometer su supervivencia en el aparato del partido. Se conformaría con un asiento en algún consejo de administración rimbombante o en alguna institución controladora, de esas que emiten informes anuales tan independientes como inocuos. Quizás fuese una buena solución; puede que de tantos limones saliese finalmente una estupenda limonada. En realidad, imaginaba los titulares de prensa tras la operación en los que un semblante sonriente y reflexivo salido de su rostro, actualmente desvencijado, acompañaría la noticia de su incorporación al mundo empresarial o consultivo. «Es una nueva etapa», diría entre fogonazos; «He antepuesto el interés de mi familia», aseguraría ante los redactores de la prensa.
Por otra parte, era muy arriesgada la incursión en las plantas superiores sin la certeza de que tales rumores, venidos de un confidencial, fueran veraces. El secretario de organización no titubearía ni un instante en el momento de colocar su nombre en la lista negra. ¿Habría de esperar, entonces, a que la notificación fuera oficial? ¿Debería confiar en la discreción de la ejecutiva, en el respeto a su persona para ofrecerle la oportunidad de salvar la cara?
En éstas estaba cuando el secretario segundo de organización tomó la palabra:
—Si te sirve de algo, ha llegado el primer pedido de chapas.
—¿Y? —preguntó el director.
—Sales en ellas.
—¿Cuánto cuesta un pedido de chapas? —preguntó el comisario de soflamas protolegales.
©Rafael Vega