—Finalizada, por fin, la desmesura navideña, a la que espero hayáis sabido renunciar, será mejor que nos atemos los machos. Hay mucho que hacer y poco tiempo —dijo el director de la campaña a un cabizbajo comité—. Como ya sabéis, el día 9 de marzo es nuestro particular Día D. No voy a hablar aquí de la fiesta de la democracia porque, queridos colegas y camaradas, queridos compañeros, para nosotros ese día no tiene nada de festivo. Puede que lo sea para los jubilados, que se entretienen mirando las obras civiles de su ciudad; para la comunidad estudiantil, que se cree protagonista de una revolución virtual; para los amos y las amas de casa, que por una vez se sienten imprescindibles; para los trabajadores y las trabajadoras, que se creen informados; para los listillos y las listillas de tertulia, convencidos y convencidas de que tienen criterio propio; para los profesionales de la información, cuyo síndrome de Estocolmo es cada vez más hilarante… Para todos ellos, el 9 de marzo será un día festivo o, cuando menos, un espectáculo. Pero para nosotros, los que tejemos esta tupida manta que ha de cobijar el poder y mantenerlo caliente, el día D es el día de la gran lucha. Recordadlo: ¡Nosotros no hacemos prisioneros!
Entre los miembros reunidos a primera hora de la mañana, lluviosa y triste para más INRI, había un enloquecido reparto de pañuelos de papel que acompañaba estornudos, sonadas trompeteras y moqueos de muy diversa intensidad y que en nada contribuían a erizar convenientemente los pelos de la nuca, tal y como buscaba la arenga del director. Muy al contrario, éste no tuvo más remedio que dejar su exaltada introducción y quejarse:
—¿Se puede saber qué habéis hecho en Nochevieja? No podemos permitirnos una sola baja en el equipo. Y mucho menos a alguien contagioso. Incluso durante vuestros días de asueto, como el de ayer y anteayer, debéis proteger los intereses del grupo. En estas condiciones no es posible trabajar en serio. Os recomiendo que reflexionéis sobre vuestra implicación en el proyecto que a mucha honra dirijo.
Su autoridad, por fin confirmada con la aparición de su candidatura en lugar seguro, mostraba tintes castrenses surgidos en el ánimo de la última semana. Año nuevo, vida nueva, victoria aplastante, imagen dominante, loor de multitud… Cada uva deglutida con las doce campanadas por el director de campaña atesoraba un triunfo. Anduvo todo el Día del Año visualizando entre el sopor de una leve resaca algunos instantes brillantes de sus mítines, titulares opíparos en las primeras páginas de los periódicos, frases lapidarias pronunciadas en el minuto de conexión durante algún informativo… Tenía el director de campaña la sensación de que éste sería su año. De hecho, así lo había leído con infantil regocijo en algunas predicciones astrológicas de reputada solvencia, aunque reconocía en su fuero interno que para ello precisaba de la lealtad y la disposición de todos y cada uno de los miembros de ese comité tan lamentable.
Si lograba el éxito, si conseguía incrementar notablemente el número de votos recolectado durante la última jornada electoral, su nombre sonaría con cristalinos timbres entre las fauces del Angelcristo y, quién sabe, acaso terminase con las posaderas asentadas sobre la piel suave y perfumada de algún sillón oficial. Por eso no podía permitir la imagen enfermiza que todos aquellos subordinados le ofrecían.
—Es que… —se justificó el secretario adjunto para la exageración con una voz congestionada—, ayer estuvimos todos esperándote en la calle y empezó a helar cosa mala.
—¿Ayer? —preguntó el director.
—Sí. Ayer —continuó el secretario segundo de organización en auxilio de su compañero, incapaz de continuar hablando sin que se le cayesen los mocos—. Nos convocaste con un SMS para que estuviéramos todos, ayer a las ocho de la tarde, frente a un local que podríamos alquilar durante la campaña en un barrio obrero. Te esperamos más de tres cuartos de hora. Te llamamos no sé las veces… Pero debías de tener el teléfono apagado. ¿No has visto las llamadas perdidas?.
—¿En serio? ¿Ayer?
—Sí. Ayer.
Poco a poco, su cara fue desfigurándose hacia una mueca que jamás había puesto en su vida; un gesto intermedio entre el espanto, la incredulidad y la sonrisa.
—¡Ah! Sí… —Acertó a decir cuando a su mente acudió el nebuloso momento entre brindis y amigos en que contempló aquel local, mandó parar el coche y redactó el SMS que envió a todo el comité—. Ya recuerdo. Fue un local que vi la noche de fin de año… Un local… Ya. Lo olvidé, amigos. Eh… No sé qué decir. Si hay algo que pueda hacer…
—Paracetamol —Dijo la directora de reclutamiento hipnótico inequívocamente irritada.
—¿Perdón?
—Que traigas.
©Rafael Vega