El Norte de Castilla, 6 de julio de 2007
Si los artistas han acabado con el arte, los historiadores con la historia, los políticos con la ideología y los religiosos con la espiritualidad, a nadie extraña que los cocineros hayan acabado con la comida. No con el estómago ahíto, todavía necesario, sino con el puchero contundente, el orden de los platos, la guarnición comprensible y el bocado familiar. Tal ha sido la transformación que en este occidente nuestro la comida ya no es consecuencia del hambre sino de la curiosidad; la restauración del cuerpo ha dejado paso a la sublimación de los sentidos. De ahí el pincho y su literaria presentación. Caramelo de rabo, Nube agria, Zamburiña al mar de verdejo, Kaisser, Manolete… No son títulos de poemarios que postulen por el Loewe sino de viandas que han de convertirse, a fin de cuentas, en bolo alimenticio, aunque tras un paseo por la corteza cerebral para dejar sus huellas. Así ha de trotar entre las neuronas el arroz salvaje, adherirse el tomate confitado…, así ha de registrarse la erupción del Volcán de alcachofas que, además de acelerar el proceso del almuerzo, mantendrá a los comensales en pie, sudorosos y arrimados, como los espectadores de un castillo pirotécnico, mientras propagan sus contagiosas exclamaciones: «Oh, magnífico; burp», dirán.
© Rafael Vega