Hace veinte años yo era uno de los privilegiados alumnos de don Julio Valdeón Baruque , primero en las multitudinarias clases de Historia Medieval, repletas de un público rendido a su didáctica, a su más que brillante ironía para entrelazar la realidad presente con la interpretación de las españas medievales, y después en sus clases minoritarias de fin de especialidad, donde Julio nos mostraba el espíritu del último materialismo histórico, la poderosa impronta de la Escuela de los Annales y las diversas ramificaciones de la ciencia historiográfica liderada entonces por Georges Duby.
Algunas de sus clases permanecen en mi memoria prácticamente intactas; nunca formaron parte de mis recuerdos académicos sino vitales. Tampoco lo fueron mis contactos posteriores, en los que siempre tuvo para mí un sincero gesto de cariño.
Por ese motivo, supongo, desde entonces me he sentido en deuda con Julio Valdeón. Ha sido en ocasiones un sentimiento incómodo, claro, pues implica lógicamente que no ha habido ajuste en las cuentas por mi parte, que el desequilibrio en la balanza acaso pudiera dejarme en mal lugar. Si es así, su muerte implicaría que jamás podré devolverle lo debido.
Pero me he dado cuenta, afortunadamente, de que don Julio no se merece esta amargura egoísta y pueril que confieso ahora. Ni su generosidad, ni su bondad, ni su amplia humanidad han sido nunca causantes de sentimientos de deuda para nadie.
Sin duda, la muerte de uno de mis más queridos maestros acaba de enseñarme que llevo veinte años confundiendo un erróneo sentimiento de deuda con el más profundo y sincero de mis agradecimientos.