—Buona mattina, don Silvio. —¡Es usted italiano! ¡Maldito sea! —¡No, no, no, sólo quería ser cortés! —Ah, va bene. Perdón por el cachete, ha sido un pronto, pero comprenda mi alarma. No he cruzado el océano hasta uno de los hospitales más reputados del mundo para que finalmente me trate un médico italiano. De ser […]
—Buona mattina, don Silvio.
—¡Es usted italiano! ¡Maldito sea!
—¡No, no, no, sólo quería ser cortés!
—Ah, va bene. Perdón por el cachete, ha sido un pronto, pero comprenda mi alarma. No he cruzado el océano hasta uno de los hospitales más reputados del mundo para que finalmente me trate un médico italiano. De ser así me habría quedado en casa, ¿no le parece?
—Comprendo. Ha venido usted por la excelencia médica de nuestro hospital.
—En efecto, joven de mirada salvaje (hum…, es usted de una belleza notable, muchacho. Aunque debería aplicarse algún remedio contra el envejecimiento prematuro de la piel y tomar menos el sol). En fin, a lo que íbamos. Yo soy muy exigente con los servicios médicos. En Italia también hay grandes cirujanos, no se crea. Italia mantiene el brillo, la gloria, la facultad del Imperio. Los cirujanos plásticos, por ejemplo, han heredado las manos de Buonarroti, puedo demostrarlo… Pero no quiero que me intervenga ninguno de ellos en este momento. Es imposible distinguir a los patriotas de los conjurados. La península está revuelta. El fantasma desolado de Garibaldi se tambalea ebrio por la campiña, llora furioso entre las ruinas. Si te cruzas con él durante una noche sin luna te arranca la cabeza de un insulto. Yo lo oigo desde mi habitación y me oculto bajo la almohada y me tapo los oídos, no sea que por escuchar lo que no debo termine decapitado en sueños. ¿Que es una manía? Bueno, pues es una manía. Quién no tiene alguna ¿eh?, quién es tan hipócrita para negar esos terrores infantiles que lo atenazan a uno el resto de su vida. Quién se atreve a negar el miedo a la incontinencia nocturna, por ejemplo, el miedo a la ceguera causada por el onanismo, el miedo a la condenación eterna…, incluso a la pérdida de inmunidad, a la orden de registro, a la prisión incondicional… Pero ése es otro asunto, no quiero aburrirle. El caso es que Italia se rompe y yo estoy con el corazón hecho pedazos…
—A eso ha venido, ¿no? Vamos a reconstruir ese corazón partido.
—Bueno…, a eso y a ver a la Familia, ¿entiende? Soy italiano. La Familia es lo más importante. He traído unos presentes, regalos afectuosos. Es la tradición. Hay tanta sangre italiana derramada por las calles de Nueva York… Todos los italianos nos paseamos por aquí como si pisáramos un Campo Santo, ¿comprende? América nos debe mucho a los italianos. Nueva York es como es gracias a nosotros. Pero usted qué sabe de Nueva York, ¿verdad? No tiene cara de haberla visitado.
—Yo creía que los italianos habían emigrado más a la Argentina.
—Pero quién va a tener el cuajo de pedirle favores ahora a los parientes argentinos, ¡por favor! Bastante tienen ellos con salir a flote. Mientras no regresen a la tierra de sus antepasados, todo va bien. ¡A la España, a la España!, les decimos. A fin de cuentas andan así de perdidos por mezclarse con sangre española. Los italo-argentinos están echados a perder. Aprovecharon nuestro fútbol, el fideo, poco más. Pero en Nueva York, amigo mío, en Nueva York arribó la forza, el ímpetu, el honor. No hay más que ver las películas de Coppola, de Scorsese…
—En cualquier caso usted vino primero a ponerse un marcapasos.
—No tan deprisa, bambino de color siena tostada. He venido a averiguar qué me sucede.
—Pues a juzgar por los indicios, una arritmia, don Silvio, que…
—Basta. No se crea usted tan capacitado. Ahora que lo pienso, tiene usted cara de palestino. Se llama… Omar ¿no? Eso pone en su bata blanca.
—No soy palestino; no soy siena tostada. Soy negro, y de Brooklyn.
—Ya sabía yo que había algo en usted que no me gustaba. ¿Que es una manía? Pues bueno, sí. Es una manía. Quién no tiene manías con los colores…
—Antes de implantarle el marcapasos le haremos unas pruebas.
—Ya le dije que no le encuentro capacitado. ¿Cree, de verdad, ingenuo bantú, que he cruzado el océano para dejarme olfatear por el brujo de la tribu? Yo he venido a ver al más grande, al único, al mejor. Si, como sospecho, he sido contaminado con alguna sustancia radiactiva, sólo él será capaz de encontrar la enfermedad y al culpable al mismo tiempo.
—Disculpe, pero el jefe del departamento de Medicina Cardiovascular soy yo.
—Tonterías, eslabón perdido. Me he documentado. Vengo con los deberes hechos. Quiero ser atendido por el ínclito maestro de la Escuela Gregoriana.
—No sé de qué me habla.
—De don Gregory House, negrito liberto. ¡No me diga que no lo conoce!
—¿Quiere dejar de pegarme?
—Ha sido un pronto.
©Rafael Vega