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Sansón

Ojos que no ven

Un secreto

El nonagenario don Jacinto tiene un comecome desde hace meses que no le deja ni dormir, ni descansar, ni hacer la digestión. La culpa la tiene doña Carmina, su mujer, porque sigue viva.
Don Jacinto ha estado convencido durante años de que su mujer se moriría mucho antes que él. Al principio fue un temor que le angustiaba muchísimo, cuando los niños eran aún pequeños y el asma y la diabetes postraban a doña Carmina en la cama de los hospitales cada dos por tres. Pero con el tiempo el temor se convirtió en cristiana resignación y don Jacinto aprendió a asumirlo conforme los hijos se hacían mayores, se casaban y tenían nietos que han acabado casándose también. Ahora, la muerte de su esposa se ha convertido en una necesidad para su paz espiritual.
Todo habría sido perfecto si su mujer se hubiese ido al otro barrio, por ejemplo, después de la boda de su nieta, el año pasado. Doña Carmina habría disfrutado del acontecimiento, cabo triunfal a una vida repleta de sacrificios, y él habría podido acudir al cementerio a depositar flores sobre su tumba, hablarle de todos los asuntos pendientes y confesarle al fin su secreto.
Bien sabe don Jacinto que no encontrará la paz si no lo hace, aunque ahora, vista la inexplicable longevidad de su enfermiza esposa, teme que le será imposible solucionar el asunto gracias a un apaño imaginado durante décadas: él, solo ante la lápida, mirando fijamente el veteado del mármol como si fuese la piel de su querida esposa y contándole la verdad con pelos y señales. Las tumbas adquieren la personalidad de sus difuntos; a ellas se les puede contar cualquier cosa con la sensación intacta de que todo lo dicho llega a los tímpanos extracorpóreos de quien ha de escucharlo. Por otra parte, ¿quién duda ya de la indulgencia de los muertos?
Pero a don Jacinto la fatalidad lo está desesperando. Doña Carmina sigue viva, a su lado, haciendo ganchillo en la habitación doble de la residencia mientras él mira por el balcón, sentado en su sillón orejero, con la única y enervante ocupación de contemplar el paso del tiempo que se empeña en ir contracorriente.
Por eso ni duerme, ni descansa, ni hace la digestión. Porque busca una solución a la impertinente supervivencia de doña Carmina y sólo encuentra una: decírselo a la cara, ya veteada y pálida como el mármol de una lápida.
—Carmina.
—Qué.
—¿Te acuerdas de la guerra?
—Cómo no voy a acordarme.
—Pues yo hice algo terrible que no te he contado nunca.
Doña Carmina continúa medrando los pétalos de una flor de ganchillo.
—Yo maté a tu novio.
—¿Al Sebas? —pregunta doña Carmina sin alzar la mirada mientras teje bucles como una autómata.
—Sí. Está en la fosa de la herriza enterrado con el maestro, el Prudencio y el Santiago. A esos los matamos entre todos cuando nos fuimos de limpia pero al Sebas me lo cogí yo por banda y le pegué dos tiros por mi cuenta.
Doña Carmina continúa ensimismada con la flor de ganchillo. Sus gafas bifocales guardan un equilibrio imposible en la punta afilada de su nariz. Don Jacinto la mira expectante.
—Ya lo sabía —dice ella, al fin, pasado un buen rato.
©Rafael Vega

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Sobre el autor

Rafael Vega, también conocido como 'Sansón' por eso de las viñetas.


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