En 1936, el provincial de los Agustinos de Castilla, Avelino Rodríguez, fue asesinado en Paracuellos del Jarama junto con otros 97 compañeros de su orden. La persecución contra el clero iniciada en 1934 se había desatado en una España en guerra y dividida. Como muy bien señala todo el mundo con equidistante estrategia, hubo asesinatos y abusos por parte de los dos bandos en cualquier lugar del país. Estos en concreto fueron obra de anticlericales.
Han pasado 71 años. España vive en democracia desde hace un par de generaciones y el Papa Benedicto XVI ha tenido a bien decretar el martirio de Avelino Rodríguez y sus 97 compañeros, así como el de Manuela Arriola Uranga, monja de las Adoratrices, asesinada también en Madrid junto con 22 compañeras.
La promulgación del decreto de martirio permitirá, en noviembre de este año, que todas estas personas (y otras hasta un total de 498), asesinadas durante la Guerra Civil, sean beatificadas en un acto multitudinario en Roma. Sus nombres son, pues, recordados, honrados y, aunque su memoria, afortunadamente, lleva alimentada mucho tiempo, en noviembre alcanzará la apoteosis del homenaje por parte de la comunidad católica.
A pesar de la infamia que los llevó a la muerte, cualquiera diría que la memoria y el recuerdo de estos mártires, víctimas de una barbarie escalofriante y abyecta, es muy afortunada. No hay voces que se opongan a su recuerdo y a su restitución. Por lo visto, estas almas no levantan heridas, sí contribuyen al olvido y al perdón, y no dividen a los españoles.
© Rafael Vega