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Roberto Carbajal

La aventura humana

Fe y pedofilia

No se puede ir contra las leyes de la naturaleza humana, que también forman parte del medio ambiente. El Hombre carga con una deriva legítima impuesta por su condición de ser vivo, en cuyo interior bullen las apetencias sexuales, que surfean sobre el diverso flujo que alimenta a todas las especies que corretean sobre la faz de la Tierra. Somos producto de la evolución y, en cierto modo, víctimas de la supervivencia individual o colectiva. Pero cuando irrumpen en la escena natural los artificios moralistas, los individuos limpios dejan de comportarse como tales, para convertirse en víctimas ejecutoras.

El escándalo que estos días tiene agitada a la católica Irlanda es sólo un ejemplo de los muchos que anidan entre el miedo, la vergüenza y la abyección en otras partes del mundo. El Estado y la Iglesia locales han suscrito un acuerdo para indemnizar a quienes han sido marcados de por vida, tras haber sido probado que sufrieron abusos de confesionario. Las indemnizaciones marean. El Gobierno se hace cargo de 1.200 millones de euros y la jerarquía católica, de 128. Esta corresponsabilidad viene a cuento porque, aunque los abusos fueron perpetrados por los hombres y mujeres de Dios, las instituciones en las que se escenificó el horror eran de titularidad pública. Cabe preguntarse si el dinero es capaz de restañar las heridas marcadas a fuego y polución en la vida de alguien que padeció semejante trance.

Durante mi infancia, el Estado me concedió una beca para estudiar en un excelente colegio que el Verbo Divino gestionaba en la localidad zamorana de Coreses, y en el que ahora se erige un imponente hotel, situado frente a un no menos majestuoso burdel. El germen de los verbistas surgió en Alemania en el siglo XIX, producto de una ‘corriente ideológica’ bautizada como Kulturkampf (batalla por la cultura), consecuencia de la política llevada a cabo por Bismarck, quien expulsó o encarceló a miembros de la Iglesia beligerantes con los avances sociales. Durante mi estancia en aquel centro del conocimiento, me llamó la atención la presencia de religiosos alemanes, que constituían una especie exótica en aquellos tiernos años de la década de los setenta. Había algo en aquel ambiente que me resultaba asfixiante. Me pasé algunas jornadas rellenando tests y aproveché la ocasión para aparentar ser un imbécil. Marqué las casillas como lo hubiese hecho Groucho Marx y telefonearon a mi padre para decirle que, una de tres: o yo era un idiota recalcitrante, todo lo contrario o es que no deseaba permanecer un solo minuto más en aquellos dominios. Finalmente, no tuve otro remedio que confesar que mi idea era recoger los trastos y marcharme. El alemán nunca ha sido mi fuerte y del griego sólo asumo la literatura clásica y un par de escombreras. Lo que nunca conté a nadie fueron las confidencias que compartieron conmigo mis compañeros de pabellón. Hasta hoy.

Publicado en El Norte de Castilla el 23 de mayo de 2009

Sobre el autor

Tenía siete meses cuando asesinaron a John F. Kennedy. De niño me sentaba en los parques a observar a la gente, pero cuando crecí ya no me hacía tanta gracia lo que veía. Escribo artículos de opinión en El Norte desde 2002, y críticas musicales clásicas desde 1996. Amo la música, aunque mi piano piense lo contrario. Me gusta cocinar; es decir, soy un esclavo. Un esclavo judío a vuestro servicio.


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