Con Vicente Ferrer la Iglesia católica hizo un buen trabajo. Sembraron en él la piedad, el espíritu de entrega a los desamparados de la Tierra y, sobre todo, le atiborraron de coherencia. Por eso no es de extrañar que el mundo llore la desaparición de este barcelonés. Ya sabemos que cuando alguien nos deja todo son buenas palabras. Luego se entrega un premio a título póstumo y dan un par de abrazos a la familia.
Ahora la gente le llama santo. Hablar de la santidad de Ferrer es un insulto a sus logros y a él le produciría espanto, porque cultivó la sencillez. La jerarquía católica no ha tirado la casa por la ventana ni se ha deshecho en elogios hacia el ex jesuita que colgó el uniforme para colocarse en primera línea de esa trinchera pertinaz que es la miseria humana. Normal: nunca fue uno de los suyos, porque militar como un soldado de las enseñanzas divinas jugándote el pellejo sólo entra en los planes de los privilegiados.
Chirría comprobar cómo obispos, cardenales y demás gente del coro aplican su forma de entender la fe cristiana. En España Vicente Ferrer se hubiese sentido avergonzado al toparse con Martínez Camino o el cardenal Rouco Varela sumergidos en el politiqueo día sí y día también, interfiriendo en los asuntos privados. El cooperante español y la Conferencia Episcopal pueden resumirse en dos sentencias sencillas a la hora de entender la intervención en la vida de los demás: si me necesitas, aquí estoy; si te estorbo, aguántate porque no voy a dejar de darte la matraca. Respectivamente, claro.
Ahora que Ferrer ya no está, su figura se agiganta más, empequeñeciendo los fastos y la parafernalia vacua que muestran los dirigentes de la que fuera su Iglesia.
Millones de personas no le olvidarán y, al amparo de su desaparición física, su espíritu se expandirá por el planeta, haciendo que la Fundación que lleva su nombre continúe creciendo y ayudando a quienes la injusticia ha convertido en víctimas. Su esposa Anna cogerá el pesado testigo, y detrás de ella caminarán otros, demostrando que la voluntad mueve montañas y que la mitra sólo es capaz de mover la lengua en los despachos.
Descanse en paz Vicente Ferrer i Moncho, a quien vemos más abajo rodeado de los suyos, y cuya imagen no precisa de más comentarios.