A la Iglesia católica se le da mejor actuar que hablar. Nada que ver con la forma en que se manifiestan en sociedad algunos de sus fieles, que dicen una cosa y practican la contraria. Esta confesión está salvando los estómagos y las hipotecas de miles de familias poniendo a funcionar mecanismos solidarios que no discriminan al creyente del ateo, sino que se limitan a aplicar un arel sin trama, en el que se da cabida a cualquier ser humano que llame a sus puertas necesitado de ayuda. La maquinaria de la solidaridad católica es capaz de sacarle los colores al Estado de Derecho, brindando cobertura de primer orden a las víctimas del desastre económico. Cáritas representa el exponente máximo de esta práctica tan noble, mitigando el sufrimiento de muchas familias que han asistido a la demolición sistemática de su modo de vida como consecuencia de la codicia y el espejismo empresarial. Esta organización cristiana es capaz de cubrir necesidades que el Gobierno o las comunidades autónomas niegan a las víctimas extremas de la crisis, aduciendo falta de presupuesto. Y es que la cuestión de fondo no hay que adscribirla al nefasto momento por el que atravesamos. Aunque el Estado del bienestar dota de recursos a nuestro país para tratar de abarcar todo el espectro de la pobreza, se ha demostrado que son insuficientes, y no sólo en la coyuntura actual. Las administraciones se declaran incapaces de cumplir el mandato constitucional de dar trabajo y cobijo a los españoles, y éste es un hecho incontestable.
La demanda de auxilio desborda a Cáritas y al resto del sistema de la Iglesia. Los católicos se pusieron manos a la obra y comenzaron a contribuir en la medida de sus posibilidades cuando abandonamos Disneylandia. Comedores sociales improvisados, bancos de alimentos, transporte y educación, cierta cobertura sanitaria y todo un abanico de medidas que ayudan a que el calvario no se torne en tragedia. Todo esto te da que pensar. Los grandes partidos políticos tienen pánico a la subida de impuestos. Están más pendientes de granjearse la simpatía de los votantes que de proveerles de un plato de sopa. No son capaces de elaborar un discurso en el que compartan con la sociedad la urgencia de aumentar la carga impositiva y, aun siendo necesarias, crean aturdimiento en la ciudadanía cuando redactan normas que subvencionan a bancos o a sectores clave del tejido económico.
No obstante, tanto en la actualidad como en momentos de bonanza, el reto de un país es velar por las necesidades de su población y no dejar esta tarea en manos de ningún dogma, entre otras razones porque deslegitima el discurso de la aconfesionalidad y da alas a la jerarquía de cualquier credo para poner contra las cuerdas al poder legislativo, y es un chantaje emocional que no deberíamos permitir. Hemos de luchar por que Dios esté en su casa, pero no en la de todos. Un reto formidable.
Publicado en El Norte de Castilla el 27 de junio de 2009