Algún día las mujeres tendrán que explicar cómo es posible que no estén por los suelos por culpa del calzado. Se puede desafiar a Newton y su ley de la gravedad, pero de ahí a denominar caminar a lo que cualquiera puede ver por la calle hay mucho trecho. Cuando me encuentro a una mujer subida en una plataforma pegada a lo que un día fue un zapato, no dejo de sorprenderme. Caminar, lo que se dice caminar, no caminan; más bien tantean. Te topas con alguien que se mueve de puntillas por el empedrado del casco antiguo de nuestras ciudades y te tiembla el cuerpo. Tienes la sensación de que van a precipitarse de un momento a otro y te colocas en posición para ver si cae algo, aunque de forma selectiva, claro; no vas a socorrer a cualquiera. El caso es que constituye una forma de moverse un poco postiza y que deforma la belleza natural de nuestro esqueleto. A Sarkozy le aplican el mismo tercer grado sus alzas de 9 cm, pero no es alguien a quien yo ampararía si tropezase hacia mí, entre otras razones porque la intención podría costarme la vida.
¿Quién no ha comprado alguna vez calzado que le venía un poco justo y se lo llevó a disgusto, con la esperanza de que con el uso se dará? La otra talla parecía que te quedaba un poco holgada y “con el uso” aumentaría de tamaño, así que mejor la pequeña. Como hay gente para todo y remedios de la abuela en cualquier latitud, cada uno se las ingenia como puede. Me he topado con este vídeo en el que una chica explica lo que hay que hacer para ahormar los zapatos divinos de la muerte y salir de casa hecha una diosa. Muy científico no es, ¿o sí?