Un miserable maestro de escuela me obligó a leer Las ratas, provocando que odiase a Miguel Delibes y su libro a partes iguales. Éramos unos niños, así que sólo sabíamos el precio de los cromos; el valor de la letra impresa nos traía sin cuidado. Cuanto más lejos, mejor. Aquel dictadorzuelo de la enseñanza hizo que echásemos pestes contra todo lo que se imprimía, aunque el mensaje oculto de las palabras se nos brindase como una oportunidad de crecer. Pero el tiempo demostró dos cosas: una, que aquel maestrillo de tres al cuarto era un sujeto violento y arrogante; la otra, que cuando algunos le perdimos de vista, echamos de menos que no nos hubiera obligado a leer más. Sólo cuando no tuvimos la estaca planeando sobre nuestras cabezas comenzamos a disfrutar con un libro en el regazo. Ese fue el instante en el que las ratas empezaron a caerme bien y Delibes, mejor.