Tome una sartén, agregue en frío aceite y agua a partes iguales. Caliente la mezcla y verá que no se desata la tercera guerra mundial. Lo que no es recomendable es verter agua a lo loco cuando humea el aceite en un recipiente. Este ejemplo más o menos culinario puede aplicarse a la política lingüística que padecemos en España. Nuestro país atesora una diversidad idiomática que no es deseable soslayar y tampoco es recomendable tratar de arrinconar a quienes la consideran como una seña de identidad. El problema es que la torpeza aplicada desde el comienzo de la Transición ha provocado que el euskera, el catalán y el gallego hayan sido demonizados, asociándolos a la amenaza separatista de la periferia y al terrorismo. Esta forma de interpretar el acervo cultural de nuestro país nos ha conducido a una posición de enfrentamiento que nunca debió producirse. Las cuatro lenguas que se hablan en nuestro Estado forman parte de un patrimonio que todos deberíamos defender. Pero cuando entra en liza el juego político y se emplea el idioma de una comunidad como arma arrojadiza, asociándolo sólo a ideas secesionistas, las palabras que suenan diferentes se tornan en agresión. De igual modo, las formaciones nacionalistas radicales practican el victimismo con su parlamento diferencial, expandiendo veneno mientras cabalgan sobre los asuntos lingüísticos.
Ahora el Senado va a permitir que los parlamentarios que lo deseen se expresen en la lengua que les apetezca. Se va a contratar un entramado de traducción simultánea y todos tan contentos. La lógica dicta que el castellano es la lengua común y que nos sirve para entendernos, pero la realidad camina por otra senda, que nos ha instalado en el enroque. Décadas de irresponsabilidad política han robustecido el sentimiento radical de ciertos sectores nacionalistas, instrumentalizando algo tan sensible como las palabras con las que tu madre te cantó una nana. Es imposible borrar la historia reciente de nuestro país pero, si pudiésemos viajar en el tiempo, urdiríamos otra forma de entender la coexistencia de algo tan sagrado para muchos como es su idioma materno o el que elige para quejarse. Puede que sea minoritario, pero es el suyo. Y también nuestro.
Publicado en El Norte de Castilla el 12 de mayo de 2010