La situación económica ha conseguido atar lo que no ha logrado la Iglesia. Los datos reflejan que la gente no se divorcia con tanta alegría como en los años de bonanza. Nadie quiere perder de vista el televisor tamaño Bernabéu ni las cuatro paredes que lo cobijan, aunque tengan que hacer de tripas corazón, en un punto en el que su latido parodia al de una vulgar caja registradora. No es buena noticia para un romántico desencantado comenzar el curso teniendo que soportar a quien te quiere perder de vista. A todos los inconvenientes hay que sumar el reparto del espacio de supervivencia. Se puede intentar diluir la tensión si los implicados tienen hijos; otra cosa es la disyuntiva entre seguir compartiendo cama o reubicar a uno de los vástagos, para hacer que corra el aire.
No resulta fecundo mezclar el amor con las deudas, sobre todo porque se alcanza la cota en la que se es incapaz de distinguir el día de la noche. Puede que ahora futuros fracasados sentimentales estén planeando montar su boda, influidos por una comedia similar a la que invade esos divorcios ‘sine die’. Este año me han embarcado en dos. Recibes la tarjeta en la que te muestran un juego. La gente suele llamarlo invitación, pero no debemos confundir convocar con invitar. Para eso hay que acudir al diccionario, que sirve para desentrañar el significado de las palabras y es una fuente inmensa de coartadas. La mala noticia es que del texto de la carta emanan narcóticos con forma de prosa. En realidad, se trata de atentar contra tu estabilidad financiera y poner a prueba la rapidez mental. Pero la gente termina pagando sin pedir credenciales a los perceptores de la dádiva. Y aún hay quien se molesta cuando le cuentan el destino del viaje de bodas.
Convendría redactar un reglamento sobre el convencionalismo social. Incluiríamos una cláusula en la que se devuelva el dinero en caso de que el engendro se desintegre en menos de una legislatura. A todo lo anterior añadamos la envidia. Puede que la pareja goce de un estatus económico mejor que el tuyo, y eso duele, mucho más si estás preso en un matrimonio de conveniencia al que querrías dar matarile. La crisis permite desempolvar las máscaras y administrar mejor las palabras.
Publicado en El Norte de Castilla el 8 de septiembre de 2010