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Roberto Carbajal

La aventura humana

In memóriam

Reconozco que no soy un fan de Manolo Escobar, aunque sí de la gente honesta, trabajadora y que cree en lo que hace. No conocía a Manolo Escobar, salvo las anécdotas que me contaba mi padre. Él y su orquesta acompañaron a este infatigable artista en varias ocasiones. Escobar hacía sus bolos por provincias y, también por los setenta y ochenta, se buscaba ahorrar costes; eso sí, sin que se resintiera la calidad. Así que dejaba a sus acompañantes de siempre en casa y actuaba con unos músicos modestos pero formidables.

Y es en ese punto en el que entró en escena la Orquesta Montecarlo. Todos ellos eran maestros (si se me permite) a la antigua usanza, serios y entregados ‘a la causa’. Leían partituras con la misma facilitad de quienes hilvanan versos del Corán o la Torá. Cuando Manolo Escobar viajaba por estas tierras castellanas y leonesas, la Orquesta Montecarlo acompañaba al sencillo de Manolo. Mi padre y sus compañeros se hacían a todo: transportaban y acomodaban el repertorio en función de cómo se encontrase el artista que hoy acaba de fallecer. “Maestro, a ver si me lo puede bajar un tono, que hoy no tengo la voz para bromas.” Sin problemas: donde veían un re leían un do. “No se preocupe, don Manuel.” Así eran estos músicos que recorrían el oeste de la Península en un furgón y, más tarde, en uno de esos trailers con todo el material.

Da mucha tranquilidad viajar sin tu propia orquesta sabiendo que cantas en Salamanca o Zamora y cuentas con un modesto grupo de músicos desconocidos que hacen que tus canciones brillen tanto como deseas. Mi padre y sus colegas eran unos todoterrenos. Entre corcheas, blancas y negras disfrutaron de la sencillez y bonhomía de Manuel García Escobar, un artista incansable que llevó el nombre de España por medio mundo. Incluso, hasta la Unión Soviética, que ya es echarle bemoles. Todavía hoy es posible encontrar en Rusia discos de Escobar y versiones en inglés de su “¡Que viva España!”.

Me produce cierta melancolía recordar aquellas charlas alrededor de una camilla tras la cena familiar. Anécdotas y kilómetros que hoy, con la muerte de un coloso, y ayer, con la ida de otro, me enturbian el alma.

Descansen en paz ambos, por separado.

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Sobre el autor

Tenía siete meses cuando asesinaron a John F. Kennedy. De niño me sentaba en los parques a observar a la gente, pero cuando crecí ya no me hacía tanta gracia lo que veía. Escribo artículos de opinión en El Norte desde 2002, y críticas musicales clásicas desde 1996. Amo la música, aunque mi piano piense lo contrario. Me gusta cocinar; es decir, soy un esclavo. Un esclavo judío a vuestro servicio.


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