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Roberto Carbajal

La aventura humana

El proceso a K

Creíamos en su inocencia, pero lo condenaron. Como en una obra kafkiana, a nuestro amigo K lo metieron entre rejas por la traición de su padre. El viejo llevaba una vida licenciosa. Corrían los noventa y este hombre de reputación intachable recaudaba impuestos por la provincia. Pateaba los pueblos para embolsarse los tributos que debían caer en manos de una diputación. El negocio era lucrativo y nuestro hombre era el rey. Cuando los años le impidieron practicar el periplo de la legua, propuso a su hijo que se quedase con el negocio familiar.

K es una persona honrada. Una tarde trataba de cuadrar los balances. Su padre ya no figuraba al frente de la empresa, pero seguía manejando la calderilla, que luego trocó en crucifixión. K se topó con que faltaban cerca de cien millones de pesetas. Lo primero que se le vino a la cabeza fue que se equivocó al manejar la hoja de cálculo. Volvió a sumar y el producto no variaba. Se lo hizo saber a su padre y este argumentó que habían tenido muchos gastos, como la compra de un par de ordenadores personales y algunas mesas, o que la institución le debía dinero. Pero nada de todo aquello era cierto. Aquel vejestorio había llevado una doble vida: respetable a la luz del día, pendenciero a la sombra de los focos. K tenía a su padre en un altar que pronto tuvo que demoler. Fue al juzgado y denunció los hechos. El sistema revisó las cuentas, registró los domicilios y los posibles escondites. Más de cincuenta ayuntamientos habían sido estafados por el viejo y de súbito su hijo se convirtió en el mayor de los perjudicados. Durante el juicio se demostró que el patriarca gastaba una fortuna en el bingo, pero no sirvió de nada. K fue a la cárcel, cargó con la cruz de la sospecha, no vio crecer a su hijo durante unos años y, ya lejos de la prisión, él y su esposa tendrán que restituir el dinero de por vida. K sólo figuraba al frente de la compañía y firmaba lo que le presentaba su padre.

Desde que saltó el ‘caso Urdangarín’ y la supuesta estupidez de la Infanta, no dejo de pensar en K.

Publicado en El Norte de Castilla el 12 de febrero de 2014

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Sobre el autor

Tenía siete meses cuando asesinaron a John F. Kennedy. De niño me sentaba en los parques a observar a la gente, pero cuando crecí ya no me hacía tanta gracia lo que veía. Escribo artículos de opinión en El Norte desde 2002, y críticas musicales clásicas desde 1996. Amo la música, aunque mi piano piense lo contrario. Me gusta cocinar; es decir, soy un esclavo. Un esclavo judío a vuestro servicio.


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