Un punto
La noticia de la muerte de Félix Antonio me pilla a contrapelo, apurando los últimos rayos de sol en esa parte del sur de España no afectada por la gota fría, y lo primero que me viene a la cabeza es el día que nos conocimos, un 12 de junio de 1970. Ese viernes, agobiado por un terrible suceso familiar, acudí a las viejas oficinas de EL NORTE DE CASTILLA a protestar por la manera en que el periódico estaba ocupándose del mismo. Allí, el ordenanza de la puerta que daba a la calle Duque de La Victoria, me dijo que esos temas había que tratarlos con el director, «así que suba usted y cuénteselo a don Félix». Sin dudarlo, atravesé la redacción, me planté en su despacho y aprendí las dos primeras cosas de aquélla relación: que don Félix era un tipo campechano y afable que me dio buenas palabras, y que yo quería ser periodista. Las otras dos cosas tardé un poco más en aprenderlas, cuando don Félix ya no era director y yo me apañaba de meritorio en un periódico de la competencia.
Por aquél entonces, él ya no estaba estresado y yo escribía para salvar al mundo desfaciendo entuertos, aunque ambos teníamos una afición común: el mus, que de tarde en tarde peleábamos a cara de perro en el Tito’s, el bar a cien pasos del periódico donde nos vimos las caras por primera vez. Él seguía siendo igual de afable, pero durante años me sacudió sin contemplaciones dominando como nadie los envites, despreciando la chica y aceptando mis faroles más precipitados. Nuestras partidas siempre acababan igual: cuando él me decía «chaval, juegas bien, pero no tienes ni zorra idea», yo le contestaba «don Félix, es que usted no se ha apeado de los dúplex en toda la tarde», y él remataba la faena: «vale, hijo: tú juegas mejor, pero yo te gano».
No sé si en ese sitio donde está ahora habrá juegos de azar, pero si Dios juega al mus y necesita un punto para echar la partida, le sugiero que elija de compañero a don Félix, si no quiere escucharle decir: «tu jugarás como Dios, pero yo nunca me apeo de la 31».