El jueves pasado leí en este mismo periódico la noticia de la muerte de Luis Moreno Mansilla. Mi relación con los arquitectos Mansilla y Tuñón data de hace diez años, cuando José Noriega, el editor de “El gato gris”, me anunció que ellos realizarían la obra gráfica que acompañaría a mi “Poema de las cinco estaciones” en un libro objeto que me iba a publicar. ¿Cómo entenderían el verso –combinación de idea, sentimiento, música e imagen- precisamente unos arquitectos, acostumbrados a trabajar con el espacio, la luz y la materia constructiva?. La incógnita se desveló al ver que habían escrito, por medio de manchas de color, las notas de un pentagrama que resaltaba su contenido rítmico, traduciendo idea y emoción a un lenguaje de formas que yo nunca hubiera imaginado. No sólo habían penetrado en el secreto del poema, sino que habían logrado que yo misma viera con nitidez lo que en su día había escrito a ciegas. No acompañaban ellos mi poema, sino que era éste el que se apoyaba en su obra, de tal manera que, cuando he vuelto a publicarlo en una antología, me ha dado la impresión no de que mostrara el texto denudo, sino de que le faltaba algo que formaba parte de su alma misma. No conocí a Mansilla y Tuñón hasta que se realizó la Presentación del libro y, por una serie de circunstancias adversas, tampoco pude cruzar con Mansilla nada más que un breve saludo y una despedida. Pero pensé que habría otras ocasiones en las que podría continuar la conversación que habíamos iniciado en la distancia. Desconocía entonces que sus días, como los de todos, estaban contados. “El sol puede ocultarse y volver a salir,/pero a nosotros,/una vez apagada la llama de este día,/de una noche sin fin el sueño nos aguarda”, decía Catulo en una de sus canciones. Sin conocer aún el nuevo significado que la noticia de la muerte repentina de Mansilla iba a sugerirme diez años más tarde, cité en aquel acto un fragmento de una carta que Rilke dirigió al joven Balthus. En esa carta el poeta le habla al pintor de una hendidura minúscula que se produce justo a la medianoche, en el punto que separa la noche del día. Por esta hendidura, el artista se sale del tiempo y encuentra todo lo perdido, en un reino sin mudanza. Ese instante límite es, para Rilke, el instante de la poesía. Y Mansilla conocía sin duda el camino que conduce a esa hendidura por la que se ha ido demasiado pronto, cuando estaba en plena madurez creativa. Con una precisión más material que la palabra, el arte de la arquitectura posee la capacidad de inventar un alrededor, de circundar y arropar lo humano, de tal manera que el espectador puede entrar dentro, en la intimidad de lo creado, y habitar su espacio poético. Para comprobarlo hace falta tan solo visitar alguna de las obras que realizó Luis Moreno Mansilla con Emilio Tuñón, por ejemplo el MUSAC de León, que tenemos tan cerca. Eso es lo que yo he hecho esta misma semana. Y he sentido latir un corazón unánime entre sus paredes. Allí estamos todos, respirando al unísono, los que fueron y los que vendrán. Entre ellos, por supuesto, el corazón de quien lo creó, de quien lo imaginó cuando no existía. “Lleva quien deja y vive el que ha vivido”, decía Antonio Machado. Gracias, Mansilla, por haber contribuido a que nuestro mundo resulte todavía un lugar habitable.