“Santa Bárbara Bendita…”. Así reza el canto de los mineros asturianos, leoneses, palentinos… porque en la oscuridad de los pozos no se distinguen las fronteras. Incluso los mineros franceses de “Germinal”, la novela de Zola, o los protagonistas de “Qué verde era mi valle” de John Ford, película ambientada en las minas de Gales, se unirían a su canto con una misma voz. Los mineros poseen una voz única, de una dignidad compacta, sin fisuras, en la que no hay resquicios para que penetre la baba de banalidad que hoy impregna el mundo. Por eso todos nos ponemos tan serios cuando alguien entona: “En el pozo Maria Luisa…”, porque sabemos que nadie como los mineros sostiene el estandarte de la verdad, tiznado del color negruzco del carbón y teñido del rojo de la sangre vertida a golpe de barreno. Quienes cantan se han topado de cara con la muerte y han sabido mantener la mirada. Nada más tienen que explicar. Maestros en la elocuencia del silencio significativo, ése ha sido siempre el único argumento en sus reivindicaciones. Y lo sigue siendo ahora, cuando luchan por la supervivencia de los pueblos donde nacieron y crecieron. Puede que las minas ya no sean negocio, pero los mineros representan algo más profundo que la rentabilidad de las explotaciones de carbón; para encontrarlo hay que descender más abajo, recorrer las galerías de la Historia y llegar al corazón de la tierra. Pueden no darse a razones –que es algo muy distinto a no tener razón- y seguirán esgrimiendo su verdad con idéntico derecho. Por eso, la letra de su himno no argumenta, nos muestra únicamente lo que dicen sus cuerpos: “mirai, mirá Maruxina mirá, mirai como vengo yo…” Nadie que escuche cantar a los mineros, a la luz de sus linternas encendidas como estrellas desenterradas de la noche, tiene nada que objetar. Siglos de oscuridad les hacen dignos de respeto. Conozco a personas que olvidan su origen humilde cuando ascienden en la escala social: muchos ocultan que descienden de jornaleros o albañiles o criadas domésticas; pero nunca he visto al hijo o al nieto del minero avergonzarse de su estirpe. Aunque la dureza de su trabajo sea la propia del esclavo, su actitud siempre ha sido la del hombre libre. “El abuelo fue picador…”, cantaba Victor Manuel, “Soy minero…”, cantaba Antonio Molina, deseando atrapar esa nota que solo la dinamita de las voces de los auténticos mineros es capaz de entonar con la exactitud de quien maneja un explosivo. Mírenlos, óiganlos, ya se acercan. No discuten sobre la prima de riesgo ni sobre el dilema entre austeridad o crecimiento, sus voces se yerguen y hacen estallar la opacidad reptil de la palabrería mentirosa. Ahora nos necesitan aquellos a los que invocamos en tiempos todavía más difíciles: “Hay una lumbre en Asturias / que calienta España entera / y es que allí se ha levantado / toda la cuenca minera./ ¡Ale, asturianos / que está nuestro destino / en vuestras manos!”. Ellos alentaron las calderas de la industria española, calentaron nuestros hogares y mantuvieron la esperanza de que un día también en España, igual que en Europa, ondearía la bandera de la libertad. No sé si ellos lo saben, que fueron la esperanza de un pueblo entero. No sé si lo sabrán, pero sus voces lo dicen claramente, que su desgracia es la nuestra, la de todos: “traigo la camisa roja / de sangre dun compañeru mirai, / mirá, Maruxina, mirá…” Mírenlos, óiganlos, son los compañeros que nunca abandonan. Y ahora su destino ya no está dentro de la mina, está en nuestras manos.