“No entre aquí quien no sepa geometría”, se leía a la puerta de la Academia de Platón. La frase revela el amplio concepto que el filósofo griego tenía del saber, tan alejado de la división entre Ciencias y Letras que hoy preside los estudios que preparan para la Universidad. A su lado, en las últimas décadas, se imparte otro Bachillerato, el vulgarmente llamado “mixto”, que desvirtúa los dos anteriores, al eliminar lo que de verdadero conocimiento hay en cada uno de ellos. Así encontramos alumnos que no saben Griego y que han sustituido las Matemáticas por la Estadística. Esos estudiantes son los que, en masas ingentes, eligieron matricularse en “Dirección y administración de empresas”. ¿Tantas empresas habrá en España para absorber a tantos directores y administradores?, era lo que algunos nos preguntábamos no sin cierta malicia. Hoy sabemos que los licenciados en carrera tan práctica están en el paro, y en consecuencia, sus estudios no les han servido para nada. O bien les han servido para explicar lo inexplicable, a la manera de los sofistas: el absurdo maquiavelismo económico del sistema que ha engendrado su propia pobreza. Es verdad que también están en paro los filósofos, los matemáticos y los físicos, e incluso muchos ingenieros; pero estos, al menos, han aprendido algo útil para mejorar la sociedad en el futuro, que es el objetivo en el que coinciden los sabios de todos los tiempos. Estoy segura de que mi opinión la compartiría Fray Luis de León, el poeta que soñaba con que, a su muerte, se le revelarían todos los misterios. Así se lo decía a su amigo Felipe Ruiz: “¿Cuándo será que pueda/ libre desta prisión volar al cielo,/ Felipe, y en la rueda/ que huye más del suelo,/ contemplar la verdad pura, sin duelo?” Y no se refería a conocer el sexo de los ángeles, sino a descubrir las leyes físicas que rigen el Universo. Para llegar a la copa más alta del Árbol de la Ciencia, hay que saber irse por las ramas. Tesla, el científico que descubrió la corriente alterna y propuso que la energía beneficiase por igual a todos los seres humanos, estoy segura que compartía esta opinión. Como la compartía el historiador Eric Hobsbawm, que a los 95 años, uno antes de su muerte, escribió su ensayo “Como cambiar el mundo”. ¿Para qué desearía cambiar este mundo un hombre que se sabía tan cerca del otro? Misterios de la Ética, que es la rama de la Filosofía cuyo estudio nos sería más útil en los tiempos que corren. Esto pensaba cuando el lunes salía de ver una película de la Seminci que tiene por protagonista a Hannah Arent, la pensadora judío alemana que demostró la banalidad del nazismo, su insignificancia intelectual, ajena a cualquier consideración moral. Hannah Arent sabía que el Árbol de la Ciencia es el Árbol del Bien y del Mal, es decir, de la conciencia crítica. Como también lo sabía Francisco Fernández Buey, al que hoy mismo se rinde homenaje en el Paraninfo de la Universidad de Valladolid. Mientras leo el manifiesto en el que 42 premios Nobel alertan contra el desastre que va a suponer para la Humanidad entera que Europa deje de impulsar la investigación, pienso yo cuánto se echan en falta profesores como Fernández Buey, que delante de su despacho tenía un letrero invisible con esta frase: “No entre aquí quien no tenga conciencia”. Aunque el oficio de filósofo carezca de salidas, nos permite entrar en el recinto del único saber con sentido.
Piénsenlo.