La semana pasada, mientras visitaba en la Biblioteca Nacional la exposición “El despertar de la escritura femenina en lengua castellana”, me acordé de la bisabuela de una amiga que aprendió a leer “en espejo”, situándose enfrente, como quien no quiere la cosa, mientras un profesor enseñaba a leer a sus hermanos. Así accedían las mujeres a la cultura, de refilón, escuchando conversaciones en las que su intervención no se consideraba de buen tono. A veces aparecían en el espejo, como figuras secundarias, cuando tenían la fortuna de situarse detrás de un gran hombre. Recuerdo haber visto en un periódico hace ya algunos años a un escritor y dos escritoras. En el pié de foto se podía leer: Fulanito de tal, con dos señoras. Las dos señoras eran nada menos que Rosa Chacel y Clara Janés, la comisaria de la exposición a la que me refiero en esta columna. El periodista no se había tomado la molestia de identificarlas: serían dos acompañantes. De ahí que solo algunas mujeres superdotadas, como Sor Juana Inés de la Cruz, pudieran traspasar el espejo para situarse en línea con los hombres. Otras se disfrazaban, como Fernán Caballero –Cecilia Böhl de Faber- o dejaban que algún pariente firmara sus obras. Cuenta Teresa de Ávila, en “El libro de mi vida”, cómo su madre y ella leían a escondidas de su padre; Elena Fortún, ya en el Siglo XX, escribía a escondidas de su marido. Es obvio que, a pesar de que existen genialidades, a las que la exposición hace bien en reivindicar como pioneras, la obra de las mujeres a lo largo de la historia no se puede comparar con la de los hombres. Como también es obvio que esta situación está cambiando, en todos los ámbitos de la vida. Pero situarse al otro lado del espejo, junto a los que saben y deciden, también entraña una nueva responsabilidad. Antes las mujeres no sabían lo que hacían sus maridos, incluso a la hora de administrar su propio patrimonio, del que ellos usaban a su antojo. Ningún juez preguntó a la mujer de Al Capone si sabía de dónde sacaba el dinero su esposo, naturalmente. En el caso de Ana Mato, parece que nos retrotraemos a esos tiempos de irresponsabilidad femenina, es decir, a la edad sombría a la que los antiguos daban el nombre de dorada. Resulta que ella admite sin rubor ninguno haber viajado, haber estado en hoteles de alto standing e incluso haber utilizado un jaguar sin enterarse, porque pagar era cosa de hombres. Mientras su marido hacía que pagaba, ¿estaría ella mirándose en el espejito de su bolso de Vuitton?. Incluso se le olvida poner las cuentas a su nombre una vez separada, sin preguntarse de dónde vienen las sumas de dinero que aparecen por arte de magia. Del palacete de la Infanta no hablo, porque al fin y al cabo doña Cristina es de sangre azul y, ya se sabe, a las princesas les llueven los regalos por arte de birlibirloque. Pero Ana Mato solo tiene de azul el color de su partido, por mucho que haya ido de princesa por la vida. Se disculpa diciendo que vivía en espejo, sin fijarse en que, en el reverso de los billetes que le daba su marido de propina, figuraba la firma de la trama Gürtel. Pero la vida ha cambiado mucho desde que Virginia Woolf reivindicó para la mujer un cuarto propio, y la policía se ha dado cuenta de que la señora que salía en la foto detrás de Sepúlveda sí tiene nombres y apellidos: se llama Ana Mato y es ministra de Sanidad. Hoy día, detrás de un presunto gran corrupto solo puede haber dos cosas: o una presunta imbécil o una presunta gran corrupta. Al juez le toca dirimir entre las dos opciones.