Todos los años, al llegar el 13 de Mayo, fiesta de San Pedro Regalado, patrón de Valladolid, me digo que un día voy a escribir una columna sobre el santo. Y hoy es ese día. Nació muy cerca de donde yo vivo y además era franciscano, la orden más respetable entre las católicas. Mi interés por el personaje procede de la lectura de “Vida de San Pedro Regalado. Sueño”, de Francisco Pino, una de sus obras mejores. No es en absoluto una hagiografía al uso, como podría imaginarse el lector que no conociera a Pino. No, es uno de esos libros religiosos que disfrutan casi en exclusividad los no creyentes, como “El Cantar de los cantares”, “Las florecitas de San Francisco” o el “Libro de mi vida” de Teresa de Ávila. Estos libros son los auténticamente religiosos y universales, lejos de la beatería y del dogmatismo. En “Vida de San Pedro Regalado. Sueño”, Pino nos presenta a un santo labrador y místico, apegado a la tierra que pisa, pero con la mirada puesta en la altura, una especie de paréntesis entre el cielo y la tierra. El milagro que prefiere referirnos el poeta es el de la travesía por el río Aza, que realizó Pedro sobre su capa, acompañado de su mula, sin darse cuenta de lo que hacía, acelerado como estaba porque iba a llegar tarde a rezar a la Iglesia. “Mientras el Aza pasaban / ¿qué la mula pensaría?”, se pregunta el poeta. Porque el mayor misterio reside en esa mula que acompaña a su amo sin poder explicarse lo que sucede, “toda ciencia trascendiendo”, como diría Juan de Yepes, más conocido por San Juan de la Cruz. Sin embargo, tomando como excusa otro de sus milagros, alguien que no merece la pena recordar tuvo la estúpida ocurrencia de nombrar a San Pedro Regalado patrón de los toreros en el año 1953. Sí, señor, así como lo oyen. Lo nombran patrón de los toreros porque amansó a un toro que se había escapado de la plaza y amenazaba con cargarse al personal que lo perseguía. Y Pedro, confiado en su afinidad con la bestia, en esa correspondencia poética que existe entre todos los seres inocentes, logró que se tendiera a su lado, para dejar luego que se fuera libre a pastar por los campos. Lejos estaba Regalado de clavarle una estocada a traición, tras haberle engañado con el capote. No solo lejos, sino en las antípodas de los matadores de toros y de sus aficionados. Pero las autoridades, cenutrias y garrulas fueran civiles o religiosas, no repararon en ese detalle. ¡Y menos mal que no le declararon patrono de las fiestas del Toro de Vega! Esto me recuerda a aquellos palurdos de Huelva que, para celebrar el que le hubieran dado el Premio Nobel al autor de “Platero y yo”, decidieron matar un burro y comérselo en honor de su compatriota, más o menos por los mismos años en que a Pedro Regalado se le adjudicaba el patronazgo taurino, en pleno franquismo. He oído que los internautas vallisoletanos, con más tino que sus predecesores, quieren nombrarle su patrón por la cualidad de bilocación que poseía, y que le permitía estar en dos conventos a la vez, ¡Y ese sí es prodigio memorable! Aunque nadie le honrara más que San Francisco Pino, que compartía con él la cualidad de ser feliz y despistado, absorto en la contemplación del cielo azul de Castilla, atento siempre al milagro oscuro y resplandeciente de sus benditas noches estrelladas.