Un anciano coronel retirado se dirige cada viernes al puerto en busca de una carta de reconocimiento por los servicios prestados, pero cada viernes el cartero le contesta imperturbable: “El coronel no tiene quien le escriba”. Gabriel García Márquez, en París, en 1959, se dirige cada día a la oficina de correos en busca del giro con su sueldo de corresponsal de un periódico colombiano, pero el giro no llegará nunca. Un excautivo en Argel llamado Miguel de Cervantes acude a la Corte en espera de una respuesta a su reclamación como mutilado de Lepanto, pero nada consigue. Los tres están en la miseria, los tres libran la batalla por la dignidad en un mundo que no les reconoce su valor, y luchan contra una burocracia tan cruel como absurda. García Márquez vende por teléfono los derechos de “El coronel no tiene quien le escriba”, que ha escrito mientras esperaba el giro, por trescientos pesos. Cervantes acaba en la cárcel, donde comienza a escribir la historia de un hidalgo manchego que enloquece leyendo novelas de caballerías. El coronel sigue en su trinchera de resistencia. Le mantiene una ilusión: la victoria del gallo de pelea de su hijo asesinado. “De ilusión no se come”, le dice su mujer. “No se come, pero alimenta”, replica el coronel. Don Quijote lucha con molinos que cree gigantes, pero no se rinde, por muchos palos que reciba, pues le alimenta su fantasía justiciera. García Márquez, al recibir el Premio Nobel, explica en su discurso que el novelista es un intérprete de la realidad ilusoria del mundo: “Poetas y mendigos, músicos y profetas, guerreros y malandrines, todas las criaturas de aquella realidad desaforada hemos tenido que pedirle muy poco a la imaginación, porque el desafío mayor para nosotros ha sido la insuficiencia de los recursos convencionales para hacer creíble nuestra vida”. Los seres humanos tienen dos opciones: rendirse o resistir; para resistir, el escritor tiene el poder de hacer de esa locura una historia verdadera. Cervantes escribió en su libro “Viaje del Parnaso”: “Yo he abierto en mis novelas un camino/ por do la lengua castellana puede/ mostrar con propiedad un desatino..” Don Quijote, de regreso a casa, muere al recuperar la razón y olvidar su aventura desatinada. Cervantes muere en Madrid, un día como éste, al terminar su última novela. García Márquez muere en México hace unos días, después de haber reconstruido el mundo mítico de Macondo, en el que la inocencia aún no había sido pisoteada. Muere desmemoriado, sin acordarse de que ha escrito esta historia, aunque haya vivido para contarla. El coronel le sobrevive en su miseria. Se resistió porque sabía que con él desaparecería la memoria de los cien años de soledad que su autor todavía no había escrito cuando ambos se dirigían a correos en busca de justicia. Ambos sabían que su tragedia era solo la punta del iceberg, que debajo subyace una montaña de hielo que ha de ser contada. García Márquez, en el discurso del Nobel, recordaba también las palabras de Faulkner, su antecesor y maestro: “Me niego a admitir el fin del hombre”. Mientras pronunciaba esta frase, apuesto a que estaba pensando en Cervantes, en don Quijote y en el coronel, y en los siglos de resistencia contra la adversidad y la intemperie que permanecen encerrados en los libros. Ante la atenta mirada del lector, el gallo del coronel se apresta en cada página a librar su última batalla. La cordura, la muerte y el olvido son sus tres adversarios. Hay que reconocer que, sin ellos, la literatura no existiría.