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Esperanza Ortega

Las cosas como son

Cervantes, a cara descubierta.

Propia es de autoridades casposas la codicia de adueñarse de los despojos de próceres desaparecidos. Ya comenté en otra columna lo ufano que contaba León de la Riva cómo logró que el cadáver de Delibes fuera enterrado en donde a él le pareció conveniente. Al menos a Delibes no le ocurrió lo que a Teresa de Ávila, que fue despiezada tras su muerte, hasta convertir su cuerpo en un puzzle de reliquias viajeras. Con Cervantes lo tenían difícil, porque el lugar en donde descansaban sus restos era tan desconocido como otros muchos acontecimientos de su vida, incluido el día exacto de su nacimiento. La que sí se sabe es la fecha de su muerte, de la que el año que viene se cumplirán 400 años. Así que a las autoridades les ha sonreído la fortuna al encontrar, entre el revoltijo de huesos de las Trinitarias de Madrid, la que se cree mandíbula del autor del Quijote. En el futuro sus restos serán pasto de la curiosidad del turismo carroñero. ¿Se imaginan el señuelo de los próximos Juegos Olímpicos?: tras desayunar café con leche en la Puerta del Sol, paseo matutino hasta la tumba del regocijo de las musas. Mixto y completo, ¿se puede pedir más? Por eso no me extraña que no se haya escatimado ni dinero ni esfuerzos en la identificación de huesos y cenizas. ¡Ya le hubiera gustado al pobre Cervantes que en su siglo hubiera suscitado su persona solo un poquito de interés! Lo digo porque desde los cinco años, cuando su familia fue desahuciada de su casa de Valladolid y su padre encarcelado por deudas, padeció una existencia plagada de desastres. El peor de todos, salvando los ocho años de cautiverio en Argel, la acusación de asesinato que le cargaron en esta  misma ciudad, debido a que casualmente el muerto apareció en las proximidades de su casa. ¿Quién sería el culpable? Sin duda el vecino manco de mala fama, el autor de comedias fracasado que había dado con sus huesos en la cárcel por haber depositado la recaudación de impuestos en manos de un amigo usurero, el mismo que era hermano de “las cervantas”, mujeres de dudosa moralidad, con las que convivía en un piso pagado por un protector, porque la verdad es que entonces, justo cuando acababa de obtener el permiso para la publicación del Quijote, Cervantes no tenía ni para pagar el alquiler. Pero de aquel tiempo a esta parte pasó que el manco de Lepanto entró en el Parnaso y, tras la friolera de 400 años, sus huesos se han convertido en reliquia más que codiciable. ¿Se llevará Wert su mandíbula como Franco hizo con el brazo de Santa Teresa? Todo podría suceder. Yo creo que tantos afanes y dineros deberían dedicarse a ayudar a los vivos que hoy no tienen donde caerse muertos, y en segundo lugar a la identificación y entierro digno de tantos fusilados en la Guerra Civil, que yacen en nuestros campos tirados como perros. Ellos siguen esperando que alguien les escriba un epitafio  en donde se recuerde su nombre, su dignidad y su desgracia. A  Cervantes, el escritor amable, le han escrito ya muchos.  Yo me quedo con los versos de Francisco de Urbina, que aluden a cómo fue llevado a la tumba con el ataúd abierto, quizá para que la luz de la ciudad de Madrid, a la que en su cautiverio tanto había soñado con regresar, le ofreciera la caricia de su postrer adiós: “En fin, -termina Urbina- hizo su camino;/ pero su fama no es muerta,/ ni sus obras, prenda cierta/ de que pudo a la partida,/ desde ésta a la eterna vida,/ ir a cara descubierta”.

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Sobre el autor

Esperanza Ortega es escritora y profesora. Ha publicado poesía y narrativa, además de realizar antologías y estudios críticos, generalmente en el ámbito de la poesía clásica y contemporánea. Entre sus libros de poemas sobresalen “Mudanza” (1994), “Hilo solo” (Premio Gil de Biedma, 1995) y “Como si fuera una palabra” (2007). Su última obra poética se titula “Poema de las cinco estaciones” (2007), libro-objeto realizado en colaboración con los arquitectos Mansilla y Tuñón. Sin embargo, su último libro, “Las cosas como eran” (2009), pertenece al género de las memorias de infancia.Recibió el Premio Giner de los Ríos por su ensayo “El baúl volador” (1986) y el Premio Jauja de Cuentos por “El dueño de la Casa” (1994). También es autora de una biografía novelada del poeta “Garcilaso de la Vega” (2003) Ha traducido a poetas italianos como Humberto Saba y Atilio Bertolucci además de una versión del “Círculo de los lujuriosos” de La Divina Comedia de Dante (2008). Entre sus antologías y estudios de poesía española destacan los dedicados a la poesía del Siglo de Oro, Juan Ramón Jiménez y los poetas de la Generación del 27, con un interés especial por Francisco Pino, del que ha realizado numerosas antologías y estudios críticos. La última de estas antologías, titulada “Calamidad hermosa”, ha sido publicada este mismo año, con ocasión del Centenario del poeta.Perteneció al Consejo de Dirección de la revista de poesía “El signo del gorrión” y codirigió la colección Vuelapluma de Ed. Edilesa. Su obra poética aparece en numerosas antologías, entre las que destacan “Las ínsulas extrañas. Antología de la poesía en lengua española” (1950-2000) y “Poesía hispánica contemporánea”, ambas publicadas por Galaxia Gutemberg y Círculo de lectores. Actualmente es colaboradora habitual en la sección de opinión de El Norte de Castilla y publica en distintas revistas literarias.