En PREU tuve un profesor de filosofía que estaba loco loco loco. Se reía a carcajadas sin motivo –decía que la risa era la única conclusión de la filosofía- y mantenía apasionadas discusiones consigo mismo por los corredores. Saltaba de Platón a Kant, para volver a Tales y terminar siempre con Plotino. En su clase comentábamos fragmentos sin saber a qué autor pertenecían, pues éramos nosotros los que debíamos investigar ese detalle. El primer examen consistió en que le hiciéramos preguntas: ¡Platón solo nos enseña a preguntar! Nosotros nos preguntábamos cómo podría corregir esos exámenes, pero nunca pusimos en duda sus calificaciones, temerosos de sus raptos de ira. Preso de uno de ellos, arrancó un cartel con el slogan “Un libro ayuda a triunfar” y tuvo que venir el director a tranquilizarle. Así que le creímos cuando nos aseguró que al que no supiera escribir correctamente el nombre de Nietzsche le arrojaría al infierno, y allí permanecería suspenso, sin ninguna esperanza. ¿Era machista?, ¿racista? No estábamos seguros, porque acompañaba sus aseveraciones más chocantes con una sonrisa amable y socarrona, mientras nos rogaba “encarecidamente” que le lleváramos la contraria. Solo recuerdo una clase sin risa ni improperios. Aquel día llegó demudado, se sentó y nos dijo que se había muerto su mujer y que hijo menor aún no lo sabía. Se tapó la cara con las manos y así estuvo casi la hora entera. Ni un murmullo. Queríamos consolarle pero no se nos ocurría nada. Tocó el timbre y fue hacia la puerta. Antes de salir, se volvió y nos dijo: “Gracias. Les agradezco de corazón su silencio. Gracias”. Al día siguiente nos anunció que, como se sentía sin fuerzas, explicaría Historia de la Filosofía, como hacen los buenos profesores. En dos meses terminamos el programa. Acostumbrados a su mayéutica desconcertante, nos dábamos una maña especial para entender los textos filosóficos. Pero si es el profesor al que recuerdo con más gratitud es porque yo era una mala estudiante y él fue el único en darme una matrícula de honor. Cuando me lo encontré solo en el pasillo interrumpí su charla para expresarle mi asombro. Lo que más me extrañaba es que, durante el curso, no había pasado de notable. A los que se merecen la matrícula les bajo la nota, me contestó. Si siguen perseverando a pesar de no obtener ninguna recompensa, estoy seguro de que aman de verdad la sabiduría. Éste es su caso, pero no se le olvide de ha sido un profesor loco el que le ha dado la nota más alta. No entendí hasta donde llegaban sus cualidades hasta que fui a la Universidad y soporté las clases de profesores de Filosofía absolutamente indecentes. ¿Qué hubiera pensado él de la idea de clasificar a los profesores entre buenos y malos, y de dar propinas a los buenos, como propone José Antonio Marina? ¿Y cómo hubiera reaccionado si le hubiera oído hablar del “talento triunfante”? Pues sí, señor Marina, además de recomendar que evalúen a médicos y jueces y a barberos y conductores de autobuses con los mismos parámetros que a los profesores, ¿por qué no amenaza a sus amigos del gobierno con que, si no devuelven la Filosofía al Bachillerato no escribirá una línea en su Libro blanco de la Educación? ¿Y por qué no conmina a los padres de su escuela -qué digo, lo suyo no es escuela, ¡es Universidad!- a que arrojen al Calabozo Eterno al gobierno que más ha hecho por sembrar a su paso la ignorancia? Le aseguro que si lo hiciera sería recordado con gratitud por todos los que aman la sabiduría.