Muchos son los poetas que anuncian las circunstancias, el momento o el lugar de su muerte de manera profética. Así lo hizo Luis Javier Moreno (diciembre, 1946), que murió a finales de año, como él mismo había vaticinado en un poema publicado en 2005: “Como para nacer, también diciembre/ es un discreto mes para morirse/(…)Imitaba los gestos se burlaba/ del propósito enfático/ de sus contemporáneos…/ Quería ver las Hébridas/ (no le quedaba ningún espacio/ donde seguir mintiendo cortésmente)/ antes de que en diciembre él se muriera/ en la púrpura oscura de la aurora”. Y su muerte pasó casi inadvertida como les suele suceder a los poetas de dedicación exclusiva, esos cuya figura no se asocia a otras actividades de relevancia social ni sus versos llegan a ser pasto de los cantautores. Sin embargo, este poeta segoviano y universal había sembrado y cosechado amistades sin número, sobre todo entre los amantes de la poesía, que a pesar de no ser muchos, suelen ser gente fiel. Algo raro les ofrecía Luis Javier a estos raros lectores, y yo diría incluso que algo único entre sus contemporáneos: una mezcla de sabiduría, amargura, ternura e ironía, muy próxima a los clásicos grecolatinos con los que dialogaba en sus versos de igual a igual. Obediente a su consejo de apurar la copa que le ofrecía cada instante, Luis Javier Moreno hizo del “carpe diem” su máxima encarnada, pues nadie como él gozó de lo inmediato con tanta profundidad, despreciando los dones prometidos para un futuro incierto. Y por encima de todos los placeres que disfrutó –yo no conozco que se privara de ninguno- situó el placer de la contemplación artística. Fruto de ese intenso deleite fue su libro “El final de la contemplación”, donde poesía y pintura aparecen íntimamente abrazadas. Pero no solo el arte poblaba sus versos, también lo hacían especies como las vacas o los cerdos, los perros o los pájaros, los caballos, los poetas…. ¿De dónde salía ese conocimiento íntimo que mostraba Luis Javier Moreno de los poetas que amó, sobre todo ingleses y norteamericanos, y de los que parecía conocer sus secretos más escondidos? Quizá fueron ellos, los clásicos antiguos y modernos, a los que en algunos casos tradujo con una naturalidad pasmosa, los que le aconsejaron que escribiera de una forma tan singular, con un verso prolongado, generoso, casi coloquial, sin dejar de ser rítmico y exacto. Ellos sin duda le enseñaron también a desearlo todo y a no esperar nada, como solo saben hacerlo los potas sabios, aquellos que han aprendieron pronto a perdonar la petulancia de los ignorantes. “Vivir es un relámpago sobre el desaliñado/ jardín de la memoria”, escribió una vez. Y este jardín nuestro está hoy más desaliñado que nunca, ahora que ya no esperamos que caiga el relámpago vivificante de su voz poética. Sí, el nuevo año ha nacido con este silencio apesadumbrado, pero si abrimos cualquiera de las obras de Luis Javier Moreno, volvemos a escuchar la música callada de su poesía. Por eso este mismo viernes día ocho, en la Fundación Segundo y Santiago Montes, donde habitualmente acudía a presentar todos sus libros, recordaremos al poeta con lo mucho que nos queda de él, recorriendo el camino de sus versos, leyendo el poema suyo que cada uno hemos hecho nuestro. Para los que gusten de la poesía y solo para ellos, un festín suculento. No se lo pierdan, están todos invitados.