Veo una fotografía en la que aparecen Juan Marsé y Jaime Gil de Biedma en la finca segoviana de la familia de este último en Nava de la Asunción. En la imagen, que fue tomada por el poeta Ángel González, los dos escritores se retratan con sus bastones en la mano, y hacen gala de un cierto aire expedicionario que contrasta con la imagen, detenida en el tiempo, de aquella ‘izquierda divina’ que se daba cita en tugurios de Barcelona como el Copacabana, el Jamboree o la Bodega Bohemia, entre el alcohol y el humo de los cigarros… Era el verano de 1964, «el último verano de nuestra juventud», como dejaría escrito en un poema el autor de ‘Moralidades’.
El pasado mes de noviembre, en un encuentro en Valladolid con Marsé, muy poco antes de que diera a la imprenta ‘Caligrafía de los sueños’, el novelista catalán recordaba con nitidez aquellos días castellanos, la complicidad, la cercanía y la amistad de muchos años con el poeta que le quiso enseñar a distinguir entre la literatura y la vida literaria (algo de lo que Marsé hizo después su propio sello personal), pidiéndole a cambio que le acompañara en sus aventuras deambulatorias por el purgatorio barcelonés de los años sesenta y setenta del pasado siglo. Si alguien ha sabido mantener su independencia, su criterio, su propia personalidad dentro y fuera del mundo literario, ése es Juan Marsé. Ni siquiera las persecuciones que ha sufrido por parte del sector más recalcitrante de la cultura catalana han llegado a hacer variar un milímetro sus opiniones sobre la literatura, sobre el arte, sobre el mundo… El vigor de su narrativa, escrita en un castellano labrado con inmensa dedicación («honestidad personal y esmero en el trabajo», dijo que habían sido las dos lecciones más importantes que había recibido él de Miguel Delibes), le ha colocado muy por encima del paradigma del charnego catalán al que algunos le han querido reducir. Aunque la ‘doble cultura’ de esa Barcelona que tan magistralmente ha retratado en obras como ‘El amante bilingüe’ forma parte de sus mejores esencias, la obra de Marsé posee un indiscutible valor literario en sí misma, un valor que se localiza tanto en la peripecia de lo narrado como en la manera de construir la narración. Algo en lo que tuvo mucho que ver, seguramente, su amistad con Gil de Biedma y con Carlos Barral; algo que inevitablemente tenemos que poner también en relación con la obra nunca suficientemente reconocida de Juan García Hortelano, y algo que corresponde además a la propia visión literaria del escritor: esa manera personal de mirar el mundo que tanto sirve para atrapar a sus lectores como para propiciar que el universo del cine estuviera permanentemente pendiente de él.
Marsé, al que Barral saludó como un escritor «proletario», comparte en gran manera el malditismo de los poetas de su tiempo, pero antes que entregarse a descifrar los enigmas de su mundo interior ha preferido dedicarse a describir, con la fuerza de la mejor narrativa, el mundo que le rodea: los personajes, los ambientes, las diferentes capas de una sociedad que termina condicionando hasta el extremo el destino del individuo. Conocidas y aireadas por él mismo son sus dos citas con Salvador Espriu; en la primera de ellas, a finales de los 50, cuando Marsé no era más que un joven que se iniciaba en la literatura, el gran poeta catalán le dio un consejo que nunca olvidaría: «Todo esto de escribir está muy bien, pero usted lo que debe hacer es casarse»; en la segunda, cuando el novelista ya se presentaba como un conocido autor, el maestro se dignó a leerle una colección de inéditos: «Yo no entendí nada», escribiría éste más tarde.
A fuerza de experiencia vital y de trabajo de taller con nuestra lengua, y con la enorme fuerza visual que le ha dado siempre su militancia en el séptimo arte (desde que escribía en ‘Arcinema’ hasta sus trabajos para Jaime Camino, pasando por los diálogos cinematográficos al alimón con García Hortelano), Juan Marsé ha conseguido forjar un estilo propio. Un estilo que vuelve a brillar en su última novela, en la que una vez más regresa a esa Barcelona de posguerra cuya iconografía, ya mítica, le debe tanto al novelista.