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Jorge Praga

Hoy empieza todo II

El ratón que nació de un conejo

Si el cine fue el hijo ilusionado y mentiroso de la fotografía en movimiento, los dibujos animados lo fueron de las tiras de cómic que poblaban estáticamente los periódicos. Bastó para ello un descubrimiento añadido al cinematógrafo, el truco de imagen por imagen o vuelta de manivela, que no era sino una variación de las metamorfosis que poblaban las producciones de Georges Méliès y del español Segundo de Chomón en la primera década del XX. La mano libre del dibujante entraba en la pantalla con más libertad que la del escenógrafo y guionista de cine, y con todos los recursos a su alcance. “Puede decirse que en 1915 todas las innovaciones esenciales que permiten la animación han sido ya descubiertas”, afirma el historiador Jean-Louis Leautrat. Solo hizo falta vencer la timidez y la inseguridad de los comienzos, que llevaban a multiplicar Cenicientas y Blancanieves robadas a la tradición de los cuentos populares. Si el cine ya movía sus propios personajes y universos, si Charlot era el mendigo más popular del planeta, o cualquier espectador reconocía la terquedad prendida al cuerpo elástico de Buster Keaton o la timidez escondida en Harry Langdon, ¿por qué del trazo del dibujante no podía surgir una criatura nueva y libérrima que encadenase su vida a la pantalla?
En ese juego artístico sin canon definitivo, del que tiraban en direcciones distintas el talento y el dinero, desembarca Walt Disney, curtido en el cómic y la publicidad. En 1923, con poco más de veinte años, llega a Hollywood con una película a medio hacer basada en la Alicia que la rareza de Lewis Carroll había rescatado de Wonderland medio siglo antes. Los productores detectan pronto la calidad del aspirante, y durante cuatro años se suceden los capítulos de Alice Comedies. Walt Disney funda su primera compañía con su hermano Roy, y tiene como socio artístico al dibujante Ub Iwerks. Corremos al final del cine mudo, hacia 1927, el tiempo mágico en el que se fragua El circo de Charles Chaplin, Steamboat Bill Jr. de Buster Keaton, Amanecer de F.W. Murnau o, más lejos, Octubre de Serguéi Eisenstein. En treinta años el cine ha crecido en horizontes, en experimentación, en confianza de los espectadores. Disney y su socio Iwerks se suben al tren artístico que pasa por su estudio, por fin se sienten demiurgos modelando en el barro del celuloide sus personajes. En 1927 sacan a la luz al conejo Oswald, que triunfa en una serie de nueve cortometrajes hasta que la productora les arrebata la propiedad legal del personaje. Sin tiempo que perder Disney e Iwerks le redondean las orejas, meten sus pies de marsupial en unos zapatones, le ponen un rabo, y el conejo se metamorfosea en ratón. Mouse. Mickey Mouse, nombre que al parecer eligió Lillian, la mujer de Disney. Un parto familiar y múltiple, pues nace también Minnie, la novia de los muchos besos. Y tras ellos, un mundo animal flexible y risueño que se plasma en Plane Crazy, estrenada en febrero de 1928. Mientras los personajes prestan sus cuerpo y su ingenio para la construcción de un avión, la planificación usa con desparpajo y soltura muchos recursos que acaban de cristalizar en el cine: planos subjetivos, insertos, juegos de orientación espacial, iris…, una apoteosis visual de poco más de seis minutos que sin embargo no se ganó el favor inmediato del público. Parecido impacto tuvo la siguiente producción que insistía en Mickey Mouse, The Gallopin Gaucho, parodia de una cinta épica de Douglas Fairbanks.
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Por suerte, el cine encontró por esas fechas lo que el ritmo de las imágenes de Disney e Iwerks pedía a gritos, y nunca mejor dicho: sonido, ruidos, música. En octubre de 1927 la voz de Al Jolson se convierte en la primera que surge de una pantalla en El cantor de jazz. El cine mudo se termina de un día para otro, y Disney se sube a este nuevo tren en el tercer estreno de Mickey, Steamboat Willie, otra parodia, ahora de la película casi homónima de Buster Keaton, al que paradójicamente mató el sonoro que encumbró a Disney. En los siete minutos que dura la cinta los animales aportan sin cesar los cantos de sus gargantas sobre un fondo musical. Más aún, anunciando los futuros excesos de Fantasía, Mickey monta orquestaciones con los objetos más disparatados: sartenes transformadas en xilófono, la dentadura de una vaca como batería, el estómago de un burro pasado a caja de resonancia de la guitarra que se ha comido. El triunfo es imparable, y Mickey Mouse se convierte en protagonista de una cadena de éxitos y dinero. Por el medio se ha ido Ub Iwerks, para muchos el auténtico padre artístico de la criatura. El ratón ya es solo de Disney, al que presta su voz y embarca en proyectos que tienen detrás una producción muy compleja.
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En 1931 otro creador absoluto, Serguéi Eisenstein, pasó por Hollywood y se fijó mucho en Chaplin, en Disney, se reunió con ellos, se fotografiaron juntos. Años después escribió: “Disney tiene suerte. Si necesita un contorno, se lo fabrica a su gusto”. Por entonces el director soviético luchaba para crear el universo físico de Iván el Terrible, y envidiaba la imaginación volátil del dibujante. Otro apunte sorprendente de Walter Benjamin recordaba que esa imaginación tenía que pisar siempre una tierra que los espectadores reconociesen bajo sus pies. Escribía en Experiencia y pobreza, en 1933: “La existencia del ratón Mickey es ese ensueño de los hombres actuales. Es una existencia llena de prodigios que no solo superan los prodigios técnicos, sino que se ríen de ellos. Ya que lo más notable de ellos es que proceden todos sin maquinaria, improvisados, del cuerpo del ratón Mickey, del de sus compañeros y sus perseguidores, o de los muebles más cotidianos, igual que si saliesen de un árbol, de las nubes o del océano”. Técnicas de las que reírse, cuerpos y naturaleza que las sustituyan… ¿No suenan estas palabras a música celestial para nuestra saturada actualidad digital?

(publicado en La sombra del ciprés el sábado 19 de mayo de 2018)


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