Me sumo –una vez más– a la petición que hacía ayer Antonio Colinas y el resto de los jurados del premio Adonáis para que las administraciones públicas se hagan cargo de la que fuera casa de Vicente Aleixandre, en la calle Welingtonia de Madrid. Ahora que nos llenamos la boca de la palabra patrimonio es difícilmente comprensible que un lugar, por el que no solo han pasado leyendas de la poesía sino que durante mucho tiempo fue lugar de peregrinación para quienes aspiraban a serlo, agonice ante la impasibilidad de quienes tienen la responsabilidad de cuidar nuestro patrimonio. Al parecer siguen siendo malos tiempos para la lírica. Claro, el lugar no se presta a fotos llamativas pues deberá conservar en el futuro (si es que eso al final es posible) esa austeridad en la que vivió el poeta. Estamos hablando de un premio Nobel, no deberíamos olvidarlo. El lugar no se presta a la instalación de un parque temático ni a la recepción masiva de visitantes. Debería mantener el espíritu del autor de “La destrucción o el amor”. Como la casa de Antonio Machado en Segovia –un ejemplo de conservación en circunstancias al principio bien difíciles– o la de Lezama Lima en La Habana, cuya visita me proporcionó uno de esos momentos emocionantes que quedan en rojo en un cuaderno de viajes: sus libros, sus cartas, el rastro de tantos escritores que fueron sus amigos y que dejaron una huella en su vida y por lo tanto en su casa, la autenticidad del lugar solitario… Las autoridades pertinentes no deben de ver claro el atractivo turístico de recuperar la casa del poeta y ya se sabe que ahora sólo lo turístico tiene alguna posibilidad de convertirse en reclamo cultural. Pero hay cosas cuyo valor es completamente inncesario justificar.