EL COLECTIVO NÉXODOS INSTALA EN LAS FRANCESAS SU REFLEXIÓN SOBRE LA CREATIVIDAD DESDE EL MARGEN
Sin duda, uno de los mayores retos a los que se enfrenta toda exposición o instalación de arte contemporáneo que ocupe un lugar de fuerte significación arquitectónica o patrimonial es cómo conjugar los valores, la carga que la arquitectura, la ornamentación o el simbolismo del espacio en cuestión aporta con el lenguaje en el que se sustentan las nuevas corrientes artísticas. En más de una ocasión el reto no se enfrenta, se obvia, esquivando esa dificultad o situando el problema en un segundo plano lo que no siempre se consigue. Paneles que medio ocultan, medio dejan visible dichos componentes arquitectónicos u ornamentales, piezas que se ajustan con dificultad a espacios no concebidos para este fin… y así continente y contenido más que dialogar acaban en tensa conversación.
Por todo ello, lo que primero llama la atención cuando se entra en el espacio de la iglesia de Las Francesas de Valladolid donde el colectivo Néxodos ha instalado su última propuesta –que, paradójica y significativamente, se titula ‘Fuera de lugar’– es la sensación contraria: por una vez el proyecto no solo ha tenido en cuenta el espacio, lo ha tenido en cuenta como una oportunidad. Y sí, esto se proclama en muchas ocasiones en proyectos de este tipo pero en pocas se consigue de verdad. Aquí la iglesia desacralizada de Las Francesas recupera su sentido, se traen al presente algunas de las claves que inspiraban ornamentaciones, lápidas, imágenes de retablo, músicas que acompañaban la liturgia, cortinas que velaban la intimidad de un convento de clausura. La forma en que las piezas no solo respiran sino se acomodan al significado original del espacio creando un verdadero diálogo pasado-presente es uno de los logros más significativos del proyecto y una de las razones por las que merece una detenida visita (o varias).
Los pasos que desde su formación viene dando el colectivo enfatizando el carácter grupal de sus propuestas, cediendo sus artistas en cada proyecto parte de su relato creativo para ponerlo al servicio del conjunto y arrojando luz sobre iniciativas y maneras de hacer que quedan fuera de la corriente principal –a menudo demasiado afectada por la inercia y la pereza de comisarios y medios– le convierten en una de los proyectos que merece la pena apoyar en una Comunidad donde el cuidado del arte contemporáneo se resuelve en fugaces milagros y prolongados olvidos, (véase como ejemplo el destino de las becas a la creación artística de la extinta Fundación Villalar).
Como suele ser propio de Néxodos, a los nombres más o menos fijos en sus proyectos se suman artistas invitados que de una manera u otra tienen relación con la Comunidad. Es el caso en esta ocasión de María José Gómez Redondo a la que hacía tiempo habíamos perdido la pista. Su instalación ocupa el altar mayor de la iglesia. Echábamos de menos las manos de esta artista que adoptó desde sus comienzos la fotografía como lenguaje principal aunque no único. Aquí la palma de su mano nos habla de una centralidad (¿no están en ellas las líneas de la vida y la muerte?) corpórea en la constelación de unas señales que unos niños fueron dejando de su crecimiento en una pared, es decir, señales del progresivo abandono de la marginalidad de la infancia con respecto al mundo de los adultos.
Otro artista que tiene en la fotografía su principal medio de expresión abandona por un momento los objetivos y juega esta vez con la imagen del espectador de otra manera. Es Javier Ayarza, uno de los motores del colectivo. Los espejos que ha instalado cerca del altar mayor rememoran las lápidas que en lugar preeminente tenían derecho a colocar los patronos de las iglesias. En consonancia con el carácter barroco de la ornamentación del templo (su arquitectura es anterior) Ayarza rememora las vanitas para preguntarnos ¿somos o somos la imagen de los que somos? ¿Somos o es apariencia lo que somos? Colateralmente a esta reflexión, el lugar elegido para situar las piezas, bajo la cúpula, provoca un efecto de vértigo en el que mira, que no solo puede preguntarse por su entidad sino también por su lugar en el espacio.
Siguiendo con el simbolismo religioso, una gran lámpara, al modo de las lámparas votivas tensiona tamaño y fragilidad de materiales. Bettina Geisselmann ha fabricado su enorme pieza con flores de papel, parejas de flores, 64 ‘campanas del diablo’, la flor del estramonio, una planta vinculada a la brujería y a las mujeres que la Iglesia condenaba. La mujer, de nuevo, en los márgenes.
En la parte opuesta del altar mayor, dos telas desplegadas en la entrada del coro, firmadas por Javier R. Casado reflexionan, no sin ironía, sobre la juventud y la falta de oportunidades cuando ya la burocracia ha establecido el fin de esa edad en la que eres susceptible de recibir ayudas oficiales. ‘I’m sorry to inform you’, se lee en una de las telas, fórmula administrativa que conlleva una denegación. Y en la otra: ‘You are free now’. Libre ¿para qué? Se pregunta. Para un sobrevivir en los márgenes como esas plantas con las que ha pintado sus telas que remiten también a la paradoja de la supervivencia en la inactividad.
No pisen las lápidas. Los seis rectángulos huecos de ‘Densidad 8.6’, la pieza de Ignacio Gil, remiten también a esas señales en suelo sagrado que hablaban de privilegios también en la muerte. La trama está hueca, vacía, como la España de la que procede el material, la cantera de Espejón en Soria, explotada desde los tiempos de los romanos y ya abandonada, y hace referencia a la despoblación del territorio, una vez que sus recursos naturales han sido explotados. En la zona de la que procede el mármol, 8 habitantes por kilómetro cuadrado es la densidad de población. Líneas limpias frente al exceso del Barroco.
También el sonido tiene lugar en este espacio de la mano de Nacho Román, que ha convertido los campos electromagnéticos presentes en la iglesia en una música audible para nuestros limitados oídos. Desde la periferia audible crea una banda sonora espectacular en la que el silencio también juega su papel. Al fin, estamos en un templo.
Sobre la dicotomía centro-periferia juega la pieza de Beatriz Castela, un hexágono de vidrio proyecta sus sombras en las paredes de la ‘capilla’ desdibujando los límites entre fondo-forma y objeto-sombra.
El territorio casi se puede tocar en las piezas de Salim Malla, artista que armoniza en su trayectoria con fluidez su doble formación humanístico técnica (es doctor en Bellas Artes e ingeniero topógrafo). Su tríptico nos remite a la forma del tiempo que pone anillos en la madera y capas superpuestas en el suelo.
Del carácter mítico, simbólico del cacao en la época precolombina y su resignificación tras la conquista trata la pieza ‘Jícara’ de Tania Blanco. Sorprende en ella la pulcritud y destreza al dibujar con este elemento láminas ‘científicas’ e imágenes con el sello de un pasado mítico.
La nómina de artistas presentes en la exposición la completan los pasos en los cuatro pu ntos cardinales grabados desde el templo por Alejandro Martínez Parra y la experiencia tecnológica de David Herguedas que propone una nueva versión cibernética del concepto de retablo.