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Instantes con luz

Gonzalo Calcedo demuestra con ‘La chica que leía El viejo y el mar’ que sigue dominando el género del relato

 

Una serie de personajes desorientados y solitarios, deambulan por aeropuertos, barras de bar de hoteles, estaciones de servicio… Lugares anodinos en los que inesperadamente o inevitablemente se produce algún tipo de conexión con el prójimo y, aunque sea fugaz, parece una chispa de luz en las vidas de esos seres. Esos personajes pueblan ‘La chica que leía El viejo y el mar’, el último libro de relatos de Gonzalo Calcedo que publica con el sello Menoscuarto, la editorial con la que ha establecido una fidelidad correspondida. Momentos fugaces, de chispazos de luz… hay cuentos de este autor que nos servirían para hacer una teoría del género. Porque ejemplifican esa breve intensidad que requiere el relato. En este punto, suelo poner como ejemplo uno de mis cuentos favoritos en su ya larga producción: hablamos de un autor que tiene en su haber una veintena de libros de relatos. Me refiero, una vez más, a El prisionero de la Avenida Lexington, que da título a una de sus colecciones de relatos. En él, un escritor y viejo profesor italiano ha sido invitado a un congreso en una universidad de Nueva York. Está cansado, su vida personal es un desastre, su carrera académica se acerca al final, se pregunta qué hace ahí, en Manhattan, solo en la habitación del hotel en la víspera de su regreso a casa. Al otro lado de la Avenida Lexington donde se hospeda, en un lujosos edificio de apartamentos, una luz se enciende y se apaga intermitentemente. Parece un faro, parece que alguien le estuviera haciendo una señal, una señal de vida. El que enciende y apaga esa luz es un niño, un niño tan solitario como el profesor. Su madre, divorciada, está más pendiente de su cita de la noche que de su hijo al que pronto dejará en manos de una canguro. Son dos seres solitarios en medio de la gran ciudad conectados imperceptiblemente por la luz de una lamparilla de mesa.

Presentación del libro en la Fundación Santiago Montes. Foto Alejandro Martínez.

Más o menos así entiendo yo el cuento. Un breve instante de luz, aunque el relato nos describa las sombras de la vida. Un paréntesis en las vidas de sus protagonistas, un viaje entre estación y estación de un itinerario en el que puede caber una vida entera. Dominar esta técnica no es fácil. Un cuento no permite la flaqueza, el desmayo, la distracción. Se lleva mal con la obviedad con el exceso de explicaciones, debe sugerir más que insistir. Y Gonzalo Calcedo demuestra con cada una de sus entregas que es un maestro indiscutible del género al que permanece fiel.

Creo que si hay una característica en la literatura de Gonzalo no sólo tiene que ver con esa insistencia en el relato –aunque ha escrito algunas novelas cortas, son poco conocidas y por otro lado el reconocimiento le viene del género que practica a diario. Esa característica tiene que ver con su personalidad y es la independencia. La que le hace huir tanto de saraos literarios, citas de promoción y demás jolgorios como de giros en la forma de concebir el relato. De pronto se ha puesto de moda un tipo de cuento que gusta de bordear cierta truculencia, juega con la fantasía o con la ciencia ficción y suelen ser pretendidamente perturbadores. No hay nada malo en ello. Hay magníficos ejemplos en esta tendencia. Pero a él no parece tentarle en absoluto. Su mirada es de luces cortas pero intensas. Mira a sus semejantes. Me lo imagino en la sala de espera de un consultorio médico, o en medio de un vuelo por corto que sea con la mirada y los oídos atentos. Y sus ojos viendo más allá de la piel, de la apariencia, tratando de vislumbrar motivos, emociones, sentimientos, disgustos, esperanzas en los tonos de voz de quienes observa, en su lenguaje corporal, en sus miradas. La mirada de la ajenidad. Nada de engatusarnos con golpes de efecto, con sucesos extraordinarios, con mitos o leyendas. A ras de piel, pero hacia el interior de la piel.

Así, el lector que se acerque a sus libros no puede ser un lector apresurado. No se puede ir a un restaurante gourmet a engullir. Se va a paladear, a degustar matices, a saborear despacio. Este es el lector que requieren estos cuentos. Y a él se entregarán sus hallazgos. Bajo la apariencia anodina de un encuentro anodino late la vida y escuchar ese latido requiere un oído atento. A cambio siempre ofrecerán algo nuevo. Son cuentos que no solo es que resistan una segunda lectura. La piden y cuando se les presta no pierden frescura como ocurre con esa literatura más de fuegos artificiales que una vez pasada la sorpresa se queda fría. Sus relatos se abren aún más cuando los revisitamos.

Calcedo ha tenido buenos maestros y todos están en el mismo territorio anglosajón. Y más concretamente en EEUU. Él habla de su descubrimiento de Graham Green, de Hemingway, de su adorado Cheever, de Amy Hampel una de cuyas citas abre el libro. En sus inicios, se resistía a lo que consideraba un costumbrismo rural y ese huir le hizo instalarse para siempre en este territorio.

‘La chica que leía El viejo y el mar’ se abre en una de las inmensas salas de espera de un aeropuerto y se cierra en un avión. Entre medias hay aparcamientos, gasolineras, la piscina de un hotel…  y un café en Groninga, la ciudad de los Países Bajos en la que transcurre el cuento que da título al volumen y en la que no es difícil adivinar lo autobiográfico del asunto. Calcedo demuestra así que con una realidad muy compartida también se puede hacer buena literatura. Y, por supuesto, con un lenguaje muy cuidado que aporta hallazgos y en ocasiones intención poética como la de esas muchachas que salen de un hospital donde una de ellas ha sido curada de una fractura en un pie anhelaban “retornar a las casitas con las tablas de surf apoyadas en las barandillas: los exvotos de un verano siempre perecedero”.

 

Sobre el autor

Más que un oficio, el periodismo cultural es una forma de vida. La llevo ejerciendo desde que terminé la carrera. Hace de eso algún tiempo. Me recuerdo leyendo y escribiendo desde que tengo uso de razón. La lectura es mi vocación; la escritura, una necesidad. La Cultura, una forma de estar en el mundo. Dejo poemas a medio escribir en el bolso y en todos los armarios.


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