Algo curioso ocurrió en la última sesión del sábado por la noche (14 de junio) en los cines Casablanca de Valladolid al término de la proyección de ‘Sirat’, la última y premiada película de Oliver Laxe. Nadie se movía de los asientos. Ningún espectador impaciente de los que aguantan sólo hasta la mitad de los cada vez más largos títulos de crédito se levantó de la butaca. Y eso que en esta ocasión el tamaño de la letra no invitaba a curiosidades del qué o quién. El silencio era total.
Es difícil articular palabra tras este viaje a ninguna parte que nos plantea el aclamado autor de ‘O que arde’ y, sin embargo, no solo estamos seguros de haber visto una de esas películas que se quedarán en nuestra memoria, sino que el film crece a medida que pasan las horas y se va digiriendo su propuesta. La excusa argumental es conocida (y por suerte, apenas mucho más ha trascendido hasta ahora del desarrollo, pues en este caso los spoilers sí harían daño): Un padre busca a su hija en una rave del desierto de Marruecos. Le han dicho que probablemente puede estar ahí. Es un padre normal, parece un tipo normal, uno de esos que te puedes encontrar en un bar o en la cola del supermercado, o en cualquier oficina, a punto de abandonar ese territorio difuso de la mediana edad, interpretado con la solvencia habitual de Sergi López. Le acompaña su hijo pequeño, Esteban. Un chaval de pocas palabras y de inteligentes silencios con una mirada que traspasa la cámara, fantástico Bruño Núñez. Padre e hijo reparten, al comienzo de la película, pasquines con la imagen de la hija y hermana con la esperanza (un hilo delgado pues en sus rostros se adivina el cansancio y la incertidumbre) de que alguien la haya visto en una de esas concentraciones de música tecno, de machacona vibración y seres en trance, casi espectrales, entre la arena y la noche.
Apenas sabemos nada de ellos ni lo sabremos en toda la película. Por qué Mar, que así se llama la joven buscada, no se ha puesto en contacto con su padre en cinco meses, por qué éste se aventura sin el equipo adecuado a un desierto y a un ambiente que le son totalmente ajenos y, lo que es más extraño, por qué permite que en una aventura tan peligrosa le acompañe el niño. Ni de dónde le viene al chaval su fuerza y su presencia de ánimo. Tampoco sabremos nada del resto de los protagonistas de la historia: ese grupo de gentes con los que jamás hubieran cruzado palabra si no fuera porque la vida se ha encargado de cruzarlos mucho más allá de sus circunstancias.
Pero nada de esa información importa demasiado. Es más, podemos intuirla a medida que avanza la película. Y es suficiente. Acabaremos sabiendo que todos tienen en común más de lo que cabría sospechar en un principio. Es en el destino donde parecen confluir sus diferencias. Seres avanzando hacia el abismo. “¿Ha empezado ya la tercera guerra mundial?”, dice uno de los actores en un momento del film. “La tercera guerra mundial empezó hace mucho”, le contesta otro. El fondo de un conflicto bélico indeterminado que se asoma en la radio de los camiones de los buscadores de raves es el mismo con el que nos levantamos cada mañana al escuchar los informativos en la seguridad de nuestras casas.
El desierto. Que nadie busque una imagen amable, pseudo turística de ese lugar que alguna vez nos ha dejado sin palabras a quienes hemos tenido la suerte de contemplar en directo la belleza que es capaz de desplegar. Aquí es un territorio hostil, una metáfora de nuestros desiertos interiores y colectivos. El mapa de nuestra impotencia. El plano en el que se dibuja esa fina línea que puede separar la vida de la muerte. El infierno del paraíso. Pero no podemos dejar de mirarlo. No podemos apartar la vista de la pantalla. Laxe nos hipnotiza con su maestría a la hora de combinar planos abiertos de un lugar sin horizontes, o de horizontes muy lejanos, con primeros planos de rostros, de pies que avanzan sin brújula por la sequedad de la tierra.
Hacia la mitad de la película un giro de guión me hizo preguntarme cómo avanzaría la historia desde el pozo en el que parecía haberse sumergido. Y la memoria del cine me trajo la respuesta: a la manera del western clásico. Hay quien en el enloquecido viaje de esos extravagantes vehículos por dunas y montañas ha visto ecos de ‘Mad Max’ y no esta mal visto, aunque a mí la que se me venía a la cabeza constantemente era ‘La carretera’, el trasunto a la pantalla de la homónima novela de Cormac McCarthy. A partir de ahí y salvando las distancias encomendé la historia a la maestría de un Ford en ‘Centauros del desierto’. Y creo que no me equivoqué.
La música. Tan esencial como la implacable luz del mediodía en la llanura sin agua y sin vida aparente es el fondo musical, ese tecno machacón y cuya vibración en los altavoces que transportan los incondicionales raveros es algo más que el diapasón del trance, la música para el olvido. Hay en ese vibrar un argumento de búsqueda, aunque desde fuera nos pueda parecer un modo equivocado o simple. Artificial. Hay una escena en la que Jade, una de las integrantes del grupo, invita al atribulado padre a entrar en el camión a compartir esa vibración que la atrapa. Otros encuentran la respuesta en cuencos tibetanos. Todos buscan. Todos buscamos.
Los últimos planos de ese tránsito son sencillamente perfectos. Perfectos para dejarnos sin palabras. Para rumiar una de esas obras que nos interpelan, que nos hacen levantarnos mentalmente de la seguridad de la butaca. Porque en ellas se encierran verdades a las que nos cuesta mirar.