¿Defensa de la poesía?
“Un Poeta es un ruiseñor en la oscuridad que canta para reconfortar su solitud con sonidos dulces. Sus oyentes son como hombres en trance por la melodía de un músico oculto: se sienten conmovidos y serenados pero no saben cómo ni por qué”. Esto lo dijo Shelley en su “Defensa de la poesía”. Lo recordaba el domingo, cuando se celebró el Día Mundial de la Poesía, coincidiendo con la llegada de la primavera. Y pensaba que la definición de Shelley es la más acertada que conozco, aunque yo cambiaría al ruiseñor por un gorrión vulgaris, de esos que convivían con nosotros, alimentándose de las migas de pan que se les caían a los niños de los bocadillos. Como ellos, el verdadero poeta, apenas pide nada, se acerca mansamente, toma lo que necesita y vuela hacia el alero del tejado -¡Siempre hacia arriba!-. Digo que los gorriones convivían con nosotros porque, como ya habrán oído, están desapareciendo de las ciudades. Se marchan por una causa fácil de entender: la asepsia urbana acaba con los desperdicios que eran su alimento. Estos pajaritos humildes se sienten ahora fuera de lugar, no hay nada para ellos en nuestras calles peatonales, sin árboles, con decoración minimalista. Con la poesía sucede algo parecido, la gente se acuerda de ella sólo cuando quiere dar un toque de distinción a sus festejos. Yo la comparo con la protagonista de “La niña de los fósforos”, de Ándersen. Siempre en su esquina, pobre y descalza, pero con la magia de la caja de cerillas entre los dedos. Al encender un fósforo, se traslada a un banquete en donde es agasajada. Sin embargo, en cuanto desaparece el resplandor de la cerilla, vuelve a su esquina de abandono. Los premios que reciben los poetas, las fiestas de las que son protagonistas, se parecen a esos efímeros banquetes a los que es invitada la niña de los fósforos. En algunos de ellos cuelgan a los poetas medallas doradas y les colocan sobre la cabeza coronas de laurel -¡Pobres poetas, qué bajo caen entonces!- Porque el lugar que ocupan en la ciudad es el lugar de los gorriones, en trance de desaparición. Cuando desaparezcan del todo, el poema de Catulo adquirirá un sentido profético: “Oh, mi pequeño gorrión, que hacías las delicias de mi amada…” Entonces se creará el Día Mundial del Gorrión y los niños de todas las escuelas dibujarán gorriones, tomando como modelo las viñetas del libro de “Naturales”. Y algunos pocos encenderán una cerilla para trasladarse a un cielo poblado de pájaros donde todavía se escuche a lo lejos el eco de la melodía de un músico oculto. Una melodía que, a pesar de todo, nos seguirá conmoviendo y reconfortando. Y pensaremos que tenía razón César Vallejo cuando afirmaba: “Hay un lugar que yo me sé / en este mundo nada menos/ adonde nunca llegaremos”. Perdurará ese territorio inexplorado, porque la poesía –en eso disiento de Shelley- no necesita de defensa alguna; aunque se talen todos los árboles, siempre encontrará un corazón donde anidar. Para entonces el alma de la niña de los fósforos volará en un cielo sin gorriones, hacia el banquete definitivo.