Genoveva de Bravante guardaba los desperdicios para dárselos en secreto a los pobres. El rey, su esposo, odiaba ese gesto. Un día en que Genoveva llevaba escondidos los mendrugos de pan en la falda, el rey con su séquito interrumpió su camino. –Enséñame eso que escondes- le dijo. Genoveva sitió un temor tan grande al ser sorprendida que cerró los ojos y se desvaneció. Todos se asombraron al ver cómo su delantal rebosaba de flores. Este es uno de mis primeros recuerdos. No recuerdo de lo vivido, sino recuerdo de lo imaginado. Voy a leer un cuento, la pasta es de color amarillo y en el centro se ve a una mujer muy guapa, con los ojos bajos, en disposición de abrir el delantal. No he encontrado otra imagen más precisa para expresar lo que yo entiendo como gesto poético. Primero recoger los desperdicios, aun corriendo el riesgo de ser descubierta. De hecho, Genoveva acabaría por perder su papel de reina a causa de un error en sus pesquisas. Al lado del temor, el deseo de dar, de darse a comer, la cortesía eucarística de quien se siente furiosamente impelida hacia el desmoronamiento; y por fin el milagro, los mendrugos convertidos en flores. “El poeta sabe sacar luz del humo, rosas del estercolero, y otorgar alguna vida a lo inanimado”.- Esto lo dijo Horacio-. No es el que disfruta del olor de las flores, el que se deja arrastrar por una complaciente vocación de belleza, sino aquella que, avergonzada, esconde los desperdicios y pone en ellos su esperanza de salvación.“Por eso el poeta labora contra sí. Ofrece un holocausto a favor de algo en lo que tiene fe, y no puede hacer posible nada más que a través de su incendio”. – Esto lo dice Francisco Pino-. Transgresión y metamorfosis, equívoco al fin, que acalla las palabras posibles. Un cortejo enmudece ante la aparición de lo inesperado. Poéticas no son las flores, ni el prodigio que las suscita, ni siquiera el asombro consiguiente. Poético es el gesto insignificante y poderosísimo de abrir el delantal, poético es el temblor de la mano, su carga de esperanza y de temor a lo desconocido, instante fugaz que se reitera y anula así los otros gestos, los no concertados. Pero su misma formulación puede convertir el milagro en retórica, atrapar la escena y debilitarla. Lo mejor sería callar, no dar pistas. La poesía es concentración y concierto, las ideas sobre la poesía desconcentran y desconciertan. El peligro está ahora en que Genoveva espere demasiado de su delantal, que retoque sus pliegues, que se contemple ella misma centro de la escena y olvide su misión inaudita: dar de comer. No otro es el riesgo de formular una poética, el de hacernos demasiado sabedores. “El Cador-Preceptor mío, es mi único ardid”. –Esto lo decía Émily Dickinson-. Además del candor, el poeta puede contar con otro guía: el lector. ¡Qué buenos lectores eran el séquito y el esposo de Genoveva! ¡Con cuánto interés escudriñaban su delantal! No hubieran perdonado una vacilación en su pirueta. Porque son los ojos del lector los que hacen necesaria la metamorfosis, los que han de recoger las palabras justo en el momento en que se pierden en el aire, cuando, como Jonás, se arrojan decididas para escapar del vientre de la ballena. Ahora tienen que ser escuchadas, van a vivir, a abrirse, a estallar en llanto e iluminar con su fogata. “Y lo enciende de amor para que hable por sí solo”. –Esto lo dice José Miguel Ullán-. Y esto es lo que desea expresar el poeta, lo que dice el delantal por sí solo. Un delantal incendiado, justo en el instante en que dejan de sujetarlo las manos temerosas de la desvanecida.
(Este texto figura en la antología “Ellas tienen la palabra”, de Ediciones Hiperión)