UNA MILANA MÁS O MENOS
Se titulaba “Los santos inocentes” y era el primer artículo que publiqué en un periódico. Para mí fue emocionante verlo al frente de la página nueve de El Norte de Castilla. Esta novela de Delibes me había impresionado como pocas habían logrado hacerlo en mi vida. Yo no soy buena lectora de novelas. Debo de ser malísima lectora de novelas porque he dejado muchas sin terminar, y en algunas ocasiones me doy cuenta, mientras leo una novela, de que, dejándome llevar por la sugerencia de una frase, una imagen o una palabra, me he olvidado del argumento y no me estoy enterando de lo que sucede. Por eso digo que no me gustan los novelistas, que únicamente me gustan los poetas que escriben novelas. Me refiero a poetas como Cervantes, Proust o Kafka, por citar tres nombres conocidos.
Cuento todo esto porque creo que muchas de las páginas de “Los santos inocentes” están escritas por el poeta Miguel Delibes. Me refiero a aquellas que yo hubiera leído con el mismo entusiasmo aunque sufriera de amnesia y se me hubiera olvidado repentinamente el argumento; páginas que se sostienen por sí mismas y que desearía leer en alto, como se leen los poemas. Ya sé que es un lugar común, pero me refiero, por ejemplo, a aquellas páginas en las que Azarías repite con tono de oración, de susurro erótico o de estertor final: “milana bonita, milana bonita”. Tengo mala memoria para las novelas, ya lo he dicho, pero nunca olvidaré la voz de aquel hombre que imaginaba grandullón, sucio y delicado, el mismo que todos los lectores reconocimos nada más verlo aparecer en la película de Mario Camus.
En Grecia destinaban para el oficio de aedo a los jóvenes inútiles para la guerra, deformes, tullidos, ciegos incluso, como el mismo Homero. Como no podían “hacer”, les dedicaban a narrar las “hazañas” ajenas. Pero ningún aedo era sordo, porque el oído es fundamental para un escritor. El escritor es antes que nada un escuchador, atento siempre a las voces tanto interiores como exteriores. El escritor aprende pronto a reproducir esas voces, incluso a crear voces nuevas, fundiéndolas como mezcla el pintor sus colores, hasta que un día descubre su propia voz entre ellas. Yo estoy segura de que cuando Delibes oyó la voz de Azarías se dio cuenta de que había una novela en aquella historia que estaba escribiendo, lo que no sé es si se dio cuenta de que tenía entre las manos una de esas novelas que solo escriben los poetas, una novela en la que se podría prescindir de los sucesos y del tiempo, ingredientes fundamentales en toda narración. Mandelstam afirmaba que allí donde existe el tiempo de la narración las sábanas no han sido usadas, es decir, que la poesía no ha pasado la noche. Es una afirmación un poco exagerada y algo grosera, pero contiene una gran verdad. La poesía sitúa a las palabras en un vacío temporal para que puedan desenvolverse con libertad, ajenas a las ataduras y responsabilidades del contexto. Y esa voz que se sostiene sin tiempo, que perdura cuando la historia ha sido olvidada, es la voz de Azarías. ¿Muere o no muere Azarías en la novela? No me acuerdo. Y sin embargo, siento aún su dolor al ver caer a la milana, siento que desde entonces el cielo será una tumba para él. Ya no levantará nunca los ojos del suelo.
Cuando hablo de los poetas que escriben novelas no me refiero a los que escriben eso que algunos han llamado “prosa rítmica”. No, a eso no en absoluto. Hay gente que piensa que lo que distingue a la poesía es que suena bien y, en consecuencia, todo aquel que no desafina en su prosa es un poeta. Sé incluso de alguien que ha escrito que “Pedro Páramo”, de Juan Rulfo, es un gran poema porque su prosa tiene un carácter rítmico. Lo más gracioso es que el autor de este ensayo llega a poner en verso pasajes enteros de “Pedro Páramo” para demostrarlo. Y es verdad que Juan Rulfo tenía buen oído y que quizás de “Pedro Páramo” pudiera hacerse una ópera. Lo que pasa es que eso nada tiene que ver con la poesía, aunque sí tenga que ver con la música.
Con lo que tiene que ver la poesía de “Los santos inocentes” es con la llamada que hace regresar a la milana hasta el hombro de Azarías, y con las palabras que expresan el deseo de que regrese: “milana bonita”. Las palabras son el poso que queda en el crisol cuando el tiempo ha arrastrado las anécdotas. “Milana bonita” es una frase tan hermosa y tan triste que parece que nos va a hacer llorar, y a la vez nos llena de satisfacción escucharla. El candor, el dolor, la esperanza… Todo está condensado en esas dos palabras.
El mejor poema de Juan Ramón Jiménez no está escrito en verso. Se titula “La negra y la rosa”: una mujer negra sostiene una rosa en el metro de Nueva York. Sostiene la rosa mientras dormita inconsciente. Ese cuidado con el que sostiene su rosa la salva a ella y salva a todos los que la contemplan. Salva a la mujer negra de la vulgaridad y tristeza que la rodea, de la oscuridad del túnel por el que se desplaza. Porque ella cuida la rosa blanca de la poesía, como Azarías cuida a su milana. Azarías también nos salvaba a todos sus pobres lectores de la miseria, por eso nos dio tanta rabia que el señorito impertinente acabara con su milana, con nuestra milana. Todos somos Azarías cuando oímos el ruido del peso de la milana al chocar con la tierra; justo en ese momento levantamos los ojos del libro y el vacío del cielo nos acierta en el pecho.
Hay muchos otros textos de Delibes en los que palpita una emoción poética semejante. Nunca olvidaré las cartas de la DESI en “La hoja roja” o algunos de los diálogos del “Diario de un emigrante”. Pero ahora voy a referirme solamente al cuento titulado “Los nogales”, que, por varias razones, me parece su obra mejor. Solo dos personajes, Nilo el viejo y Nilo el joven, padre e hijo enfrentados a la supervivencia. El padre trabajador y el hijo inútil. El padre desesperado ante la miseria que les espera y el hijo confiado, contemplando las nueces que penden de los nogales, sin esforzarse en golpearlos para recogerlas. Nilo el viejo y Nilo el joven encarnan el deseo y la fascinación en el sentido en el que los entiende Pascal Qignard. Quignard afirma en “Vida secreta” que el deseo implica el vacío, la ansiedad y la esperanza, y puede acarrear la decepción, mientras que la fascinación nos sitúa en la plenitud, donde no se carece de nada porque nada se imagina más hermoso que lo ya existente. Cernuda decía que el deseo es una pregunta cuya respuesta nadie sabe, pero los santos inocentes, Azarías y Nilo el joven, nada se preguntan porque viven en un estado de fascinación permanente. El mundo les habla sin que ellos le hayan preguntado. Embelesados ante la maravilla de la creación contestarían, como Jorge Guillén, que el mundo está bien hecho. Eso es precisamente lo que le responde Nilo el joven a su padre cuando se impacienta: “el maeztro dice que laz cozaz de Dioz eztán bien hechaz”. Así justifica la existencia de un ser inútil y deforme como él mismo. Nilo el joven está bien hecho porque ha sido creado, porque, igual que los nogales y las milanas, es un ser vivo, una criatura de Dios.
Ni Azarías ni el hijo de Nilo el viejo pertenecen a este mundo, sino al mundo de la realidad invisible que Juan Ramón Jiménez identificaba con la poesía. Están fuera de una historia que no entienden y podrían pertenecer a cualquier época porque a ellos el tiempo no les transforma: no aprenden, siguen en el rincón de la inocencia, viven en el presente como lo hacen los animales y los niños, fascinados por un sonido, por un olor, por las alas de una pájaro. Cuando termina el relato, se quedan suspendidos, sin bajar a la tierra, y persisten allí, en el aire. Por eso sus historias no tienen desenlace posible, como tampoco lo tiene un poema.
En el tiempo en que yo publicaba mi primer artículo en el Norte de Castilla, leía con mucha atención a Carlos Marx. Ahora recuerdo, como si estuviera otra vez ante sus páginas, nada más abrir el primer tomo de “El Capital”, la diferencia que Marx establecía entre valor de uso y valor de cambio. Me doy cuenta de que el poeta es el que nos descubre el valor de uso de las palabras, palabras sustraídas al valor de cambio del lenguaje. ¿Qué vale “milana bonita”? Nada vale una milana más o menos- eso es lo que diría el señorito con la escopeta en la mano. Pero Delibes, como Azarías, sigue esperando a su milana. La llama, la escucha volar, la aguarda en el aire y ella viene hasta él. Es la milana de la poesía. Entonces la sostiene sobre su hombro con el mismo cuidado con el que la mujer negra sostenía su rosa blanca. Allí, en la atmósfera inocente de su propia escritura, encuentra Miguel Delibes su valor. Allí la deja volar y allí espera el regreso. Sabe que el valor de su obra depende de una milana más o menos.
(Este texto apareció en un libro-homenaje dedicado a Miguel Delibes, coordinado por Pilar Celama y publicado por la Universidad de Valladolid)