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Esperanza Ortega

Las cosas como son

Sobre José María Merino

La memoria confusa

“Un viajero tuvo un accidente en un país extranjero. Perdió todo su equipaje, con los documentos que podían identificarlo, y olvidó quién era. Vivió allí varios años. Una noche soñó con una ciudad y creyó recordar un número de teléfono. Al despertar, consiguió comunicarse con una mujer que se mostró asombrada, pero al cabo muy dichosa por recuperarlo. Se marchó a la ciudad y vivió con la mujer, y tuvieron hijos y nietos. Pero esta noche, tras un largo desvelo, ha recordado su verdadera ciudad y su verdadera familia, y permanece inmóvil, escuchando la respiración de la mujer que duerme a su lado”.

“La memoria confusa”, en “La glorieta de los fugitivos”. José María Merino

Lo más atractivo que tiene la labor de la escritura, lo que la redime de la angustia que genera a su autor, es la esperanza de que acuda en su ayuda la mano invisible, esa que le señala la clave para comenzar el texto en cuanto se sitúa delante del papel en blanco. Yo quería elaborar un comentario sobre el tema de la memoria en la obra de José María Merino y contaba para ello con la lectura de muchas de sus novelas, de sus poemas y de sus cuentos, además de “Intramuros”, el libro donde rememora sus años de infancia. Sin embargo, la mano invisible no acababa de llegar. Me sentía al borde de un pozo lleno de agua, pero carecía de un caldero para subir el agua hasta mí. Para entretener la espera, me puse a releer “La glorieta de los fugitivos”, un libro cuya lectura recordaba como especialmente dichosa. Lo abrí por una página cualquiera, que es como yo creo que se leen los poemas y los cuentos, y me encontré con “La memoria confusa”. Enseguida reconocí el regalo de la mano invisible, aquí estaba el caldero que necesitaba para comenzar a escribir. En “La memoria confusa” aparecen dos motivos fundamentales en la construcción de la memoria de la obra de José Mª Merino: la ciudad y el desvelo.

Hablaré primero del desvelo. La ficción se alimenta de sueños, Merino lo ha afirmado en muchas ocasiones. Sin embargo, es el desvelo el que alimenta la memoria: “esta noche, tras un largo desvelo, ha recordado su verdadera ciudad y su verdadera familia..” La memoria es la imagen que descubre el insomne, no la que aparece en la vigilia. No adopta la forma de respuesta iluminada, sino de pregunta penumbrosa; la memoria es búsqueda y no hallazgo, pregunta nocturna sobre la identidad auténtica que permanece camuflada tras el rostro que se refleja en el espejo de la realidad diurna. El autor es este hombre que, como el protagonista de “La memoria confusa”, sabe que ha olvidado su ser verdadero y espera encontrarse con él en el texto. Lo que desea desvelar el escritor cuando rememora es un secreto muy antiguo, algo semejante a la mirada del niño sobre el mundo, la palabra anterior a la sintaxis, cuando todavía las mixtificaciones de la realidad adulta no la han disfrazado por medio del lenguaje y de la historia. Y, paradójicamente, la identidad del escritor, del que la persona “real” no pasa de ser un doble, un sustituto o incluso un impostor, surge de esta indagación en las noches de insomnio. Por medio de la imaginación puede crear la ficción de los sueños, pero es en el desvelo en donde establece el diálogo entre la voz de lo que es y de lo que parece. “Despertar”, en castellano antiguo, quería decir precisamente “recordar”, así utiliza el término Jorge Manrique en el comienzo de sus “Coplas”: “Recuerde el alma dormida…” Este significado alude a la interpretación platónica de la existencia, pues, según el filósofo griego, nuestra conciencia dormida olvida al nacer su ser verdadero, y solo cuando despertamos recordamos, por medio de la reflexión, quiénes éramos en el tiempo anterior al mundo de las cosas. El protagonista del cuento de Merino despierta en la noche y recuerda quién era antes del olvido primigenio, con el que ha soñado durante toda su vida: “pero esta noche, tras un largo desvelo, ha recordado su verdadera identidad y su verdadera familia”. Sin embargo, autor y personaje seguirán preguntándose sobre el enigma de la verdad y la mentira, en un juego de espejos atractivo y confuso, en el que llegarán a confundirse memoria y ficción. Lo importante es la vida que transcurre entre esas preguntas, mientras se va conformando la obra literaria. Una obra que, además del idealismo platónico, incluye, a la manera de los cuentos de Borges, un nuevo ingrediente: la ironía.

La ciudad es el otro elemento clave para la reconstrucción de la memoria. Me refiero a la ciudad como “polis”, como espacio de relación social heterogénea, una vez que el feto abandona su homogeneidad con el cuerpo materno. En “Intramuros”, la ciudad no es únicamente el escenario en el que transcurren los acontecimientos de la infancia. La visión panteísta del niño hace de ella un cuerpo vivo, entrevisto desde la perspectiva asombrada y confusa de la mirada infantil. Confusa, porque su mirada y la ciudad se confunden cuando el yo todavía no se ha separado del todo del mundo. Cuando el niño ingresa en la vida, abandonando el espacio prenatal, se encuentra en la ciudad, en ella crece y respira, igual que lo hace en el aire una mariposa o una flor en la tierra en donde hunde sus raíces.

La ciudad es por eso uno de los elementos constructivos del texto autobiográfico. “Intramuros” posee una estructura paralelística, más propia de un poema que de una narración, y comienza con la frase “Eres esta ciudad”, frase que se repite de manera intermitente, marcando cada una de las etapas de la infancia y primera adolescencia según va avanzando la rememoración. Al principio el niño camina por la ciudad de la mano de su madre, vínculo que, a la manera de cordón umbilical, une el espacio prenatal de indefinición absoluta con el espacio urbano, lugar del orden y los límites, donde cada uno adquiere su identidad propia y actúa con relación a ella. “Eres esta ciudad” se repite a la manera del verso de vuelta de un zéjel. La mudanza está representada por las experiencias que se suceden en cada una de las fases que van convirtiendo al niño en protagonista no tanto de una historia como de un mito, pues hasta el final de la obra continúa el transcurrir de la memoria confusamente, envuelta en una niebla donde el tiempo, y por tanto la historia, es indistinguible.

El mito es un texto que está a caballo entre el relato y el poema. Poético-simbólica es su visión del mundo y poético es el ámbito y el tiempo indeterminado que enmarca su argumento. Poética y mítica es también la mirada infantil, previa a la interpretación crono-lógica, es decir, a la visión lógica del tiempo. El niño vive en un tiempo cíclico, en el que los sucesos encajan en la época en que sucedieron de una manera que tiene más que ver más con la correspondencia intuitiva que con el pensamiento racional. En la mente del niño, las legiones romanas conviven con los futbolines y con el colegio en el que la Virgen le sonríe. Poético es también el lenguaje del mito, semejante al que elige Merino en “Intramuros” para expresar la experiencia infantil, un lenguaje poblado de metáforas y de personificaciones. Por medio de ambos recursos se une lo que posee una relación de semejanza, saltando por encima de las relaciones lógicas de causa efecto. Metáfora y personificación son propias de un pensamiento intuitivo y animista, muy cercano al pensamiento poético, muy cercano a la percepción infantil: “de los tiempos en que eres un niño muy pequeño vuelves a ver y a sentir ciertas cosas. (…) Ves la caldera de la calefacción con sus ojos brillantes y su boca de fuego que murmura. Ves los gritos de tu madre cuando nace tu hermano, abriendo dentro de su cabeza grandes costurones blancos”. No solo la metáfora y la personificación se encuentran en la base de este pensamiento, sino también la sinestesia, pues el niño no solo oye, sino que también “ve” el grito, cuando todavía en su cuerpo no percibe la diferencia que separa los cinco sentidos. El niño, igual que Baudelaire, vive en un mundo poético de correspondencias.

La construcción rítmica de “Intramuros” se corrobora al final del libro, con la inclusión de un poema que, más que epílogo o conclusión del relato, funciona como órbita que envuelve el texto en un nimbo poético. Podría igualmente haberse situado delante o a la mitad del libro:

Ocupamos los lugares, pero los lugares
nos ocupan también
y por fin los lugares y nosotros
formamos un aliento simultáneo
de espacios y de esperas.

Eres esta ciudad hecho plazuelas
que abren dentro de ti su indiferencia silenciosa.
Tu corazón es una de estas piedras,
y los murmullos callejeros
el rumor del palpitar que sientes debajo de la piel.

Eres esta ciudad y mientras vivas,
ese fantasma tuyo recorrerá sus calles
y su fantasma
levantará en tus sueños sus torres y sus casas.

Es curioso que sea el poema, más que el texto en prosa narrativa de “Intramuros”, el que tiene un carácter más explicativo. Es sorprendente porque el misterio, incluso el secreto, suele ser un atributo propio de la poesía. A veces pienso, cuando leo la obra poética de José Mª Merino, que si algún reproche puede hacérsele a sus versos profundos, generalmente cargados de hondura metafísica, es que la voz que se escucha en ellos sea la de alguien que sabe demasiado, cuando el poeta suele saber muy poco del propósito con el que escribe y apenas lograría explicar las imágenes que dibujan sus palabras. Esto ocurre en algunos poemas de “Cumpleaños lejos de casa”, que es el título de su obra poética completa. Ocurre fundamentalmente en poemas de carácter autobiográfico, en los que describe personajes y situaciones genéricas, pero cargadas de intimidad y lirismo, como los dedicados a los mendigos, a las madres que se preparan para ir al cine o a las viejas criadas. Algunos personajes aparecen incluso con nombre propio, y en ese caso el texto adquiere un carácter marcadamente narrativo. Lo único que sustrae estos poemas a la narración es la utilización del pretérito imperfecto, y no del pretérito perfecto simple, forma verbal propia del relato. El orden cronológico de “Cumpleaños lejos de casa” subraya su vinculación con la biografía del autor. Y sin embargo, en “Intramuros” Merino ha explicado cómo la memoria no se expresa cronológicamente, ni avanza desde un principio a una meta, ni se puede ordenar sin arrancarla de su ámbito mítico: “el tiempo de la infancia no pasa, está ahí, detenido sobre los campos de la memoria como una enorme nube opalina…”

Por todo lo dicho, prefiero los poemas que se salen de ese marco histórico demasiado definido y que, paradójicamente, muestran una cercanía al punto neurálgico de la personalidad poética del autor. En ellos la experiencia sigue viva, como una mariposa que no se dejara atrapar nunca para ser traspasada por el alfiler del tiempo narrativo. Me refiero a poemas como “Mi prehistoria es Mambrú volviendo a casa”. En él, el poeta se interna por el espacio oscuro de la verdadera poesía. Es el mismo espacio prehistórico de la infancia, en donde el niño, en su confusión, percibe lo que los adultos ignoran: que la ciudad ha desaparecido, que la verdadera existencia reside en otra dimensión ajena al mundo racional de los adultos, la dimensión en la que viven los que no han renunciado al mito, los que no admiten la domesticidad del lenguaje, los que quieren que Mambrú no regrese nunca y que su canción se siga escuchando en una ciudad viva, poética y presente.

Quizá precisamente por el carácter poético del sentido y la construcción de “Intramuros”, esta obra puede decepcionar a los lectores que esperan que sea un relato de costumbres, una reconstrucción narrativa sociológica, centrada en los personajes y el ambiente. Por la misma razón, “Intramuros” entusiasma a los amantes de la poesía. Decía Mandelstam que la sucesión del tiempo, por lo que tiene de conmensurable, es un término ajeno a la poesía. La narración, en cambio, es el género en el que el tiempo es un elemento central. También para Juan Ramón Jiménez la poesía es estación total, tiempo detenido que confunde el transcurso cronológico en una única experiencia cíclica. Por algo el libro en el que Juan Ramón Jiménez expresa con más intensidad el entusiasmo poético se titula “Espacio”, porque la poesía resuelve pasado y futuro en espacio infinito, en eternidad. Esa ausencia de tiempo es propia de la poesía y también de la memoria no manipulada por la conciencia, como el propio Merino señala en este fragmento de “Intramuros”: “Los recuerdos son simultáneos, brotan todos de un mismo espacio, se ofrecen a la vez como las hojas de un árbol, como los pájaros de una bandada, como las nubes del cielo, y unos tapan a los otros o los cubren sin dejar ver claramente la forma de cada uno”. Quizá a ello se debe también que la forma verbal predominante en “Intramuros” sea el presente actual, forma propia de la poesía por su carácter más presentativo que representativo. En absoluto este presente sustituye al pasado, no es un presente histórico, no sirve para acercar lo remoto a la actualidad, porque es el autor el que desea retrotraerse al momento mismo en que se producen las percepciones por primera vez, a la manera proustiana. Y lo consigue. Si releemos el texto fijándonos en ese aspecto, enseguida comprobamos que el paso del tiempo en “Intramuros” aparece como el recorrido del niño por una ciudad que retorna sobre sí misma eternamente. Leemos, por ejemplo: “recuerdas los territorios de tu reino, y sobre todo el mes de María, y el tiempo del verano, como un espacio cuajado de días luminosos, donde también las noches estaban cuajadas de resplandor. Ese tiempo gira incólume sobre los campos de la memoria”.

La transformación del tiempo en espacio hace de la muerte un hecho incomprensible y, por tanto, inaceptable para el pensamiento infantil: “Y nadie ha muerto”, esta frase la escuchamos repetidamente a lo largo del libro. Y, sin embargo, a medida que el autor avanza por la ciudad confusa de la memoria, sobre todo cuando ya se ha soltado de la mano de su madre, mientras va ingresando en el mundo de las cosas, la muerte va encontrando un lugar donde situarse. Y leemos: “pero al final, como una meta, se encuentra el gran espacio abuhardillado, donde los murciélagos pueden desplegar su inesperada acometida…” Ese lugar es el ámbito del sobresalto, del temor escondido e inconfesable, del topo que cada uno lleva dentro desde que se convierte en adulto y tiene idea de la muerte. El niño no lo reconoce todavía, como tampoco sabe que ha habido una guerra civil antes de su nacimiento. Porque es niño nadie se lo explica, aunque la guerra exista en el no saber de su conciencia, como amenaza confusa. (Un inciso: ¿a qué viene la ilustración de unos zapatos viejos y vacíos al final de cada capítulo?, ¿no son esos zapatos imagen de la muerte que, sin muertos, espera?)

La muerte aparece asociada al tiempo como conclusión final, y esta es su interpretación más común. Pero, si lo pensamos bien, es en el momento de la muerte cuando todos los recuerdos se hacen simultáneos, cuando la vida, transformada en espacio, aparece en la mente del agonizante a la manera de un tapiz en donde los acontecimientos más importantes de la vida estuvieran representados. Eso dicen los que regresan después de haber estado al borde del abismo de la muerte: que han visto su vida entera de manera simultánea. El Nacimiento al que muchas veces se refiere Merino, tanto en “Intramuros” como en sus poemas, es también un espacio que recoge simultáneamente acontecimientos sucesivos: el portal con el niño recién nacido, los Reyes Magos, el castillo de Herodes, la adoración de los pastores… Así dicen que veremos nuestra vida en el segundo de la muerte, convertida en espacio, como se diseminan las figurillas de un Belén. ¿Será acaso que los que van a morir regresan en ese último momento a la percepción confusa primigenia, al recinto poético donde se escucha todavía la canción de Mambrú?

Hay otro detalle que asocia la elaboración de “Intramuros” con la poesía: la voz de “Intramuros” pertenece a un sujeto que, como sucede en la poesía, no se identifica exactamente con el autor ni con el narrador. Esa extrañeza entre sujeto y texto se expresa con la segunda persona. La segunda persona produce una sensación de perplejidad, propio del que se ha introducido en un territorio en donde los límites del que habla no se distinguen claramente. El sujeto se asoma entre la niebla de un magma confuso que el niño describe con visión panteísta: “Es el verano y tú eres un cangrejo, pero antes, donde las aguas fluyen en una corriente clara que apenas se remansa, has sido una trucha, como has sido una golondrina, posada en el hilo de la luz, un saltamontes en la hierba de la orilla, una brizna de esa misma hierba”. Y esto es precisamente lo que pretende el poeta, no hablar del cangrejo, de la trucha, del saltamontes o de la brizna de hierba, sino hacer que el poema sea el agua donde nadan las truchas y en cuya orilla se escucha mecerse a la hierba. Es decir, no representar el mundo, sino ser el mundo. Porque el poeta es el que atiende a la voz de lo que no tiene labios, de lo que habla sin lenguaje, como la hierba o el saltamontes. Esa es la voz que se escucha en el lugar que Heidegger denominaba La casa del Ser.

En nuestro recorrido por la ciudad de “Intramuros” hemos llegado a la Casa del Ser. Y aquí nos quedamos. Mientras José María Merino sigue ahondando en las imágenes de sus sueños y construyendo, en consecuencia, su rico edificio de ficción narrativa. Pero deseamos que en sus noches de desvelo recuerde esa ciudad que le espera, la poética ciudad de su memoria, no completamente explorada en su obra. Porque puede ocurrir que su verdadera identidad como escritor esté por descubrir o quién sabe… puede que José Mª Merino haya soñado que era un poeta y al despertar no haya sabido si era un novelista que había soñado con un poeta o un poeta que soñaba con ser un novelista.

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Sobre el autor

Esperanza Ortega es escritora y profesora. Ha publicado poesía y narrativa, además de realizar antologías y estudios críticos, generalmente en el ámbito de la poesía clásica y contemporánea. Entre sus libros de poemas sobresalen “Mudanza” (1994), “Hilo solo” (Premio Gil de Biedma, 1995) y “Como si fuera una palabra” (2007). Su última obra poética se titula “Poema de las cinco estaciones” (2007), libro-objeto realizado en colaboración con los arquitectos Mansilla y Tuñón. Sin embargo, su último libro, “Las cosas como eran” (2009), pertenece al género de las memorias de infancia.Recibió el Premio Giner de los Ríos por su ensayo “El baúl volador” (1986) y el Premio Jauja de Cuentos por “El dueño de la Casa” (1994). También es autora de una biografía novelada del poeta “Garcilaso de la Vega” (2003) Ha traducido a poetas italianos como Humberto Saba y Atilio Bertolucci además de una versión del “Círculo de los lujuriosos” de La Divina Comedia de Dante (2008). Entre sus antologías y estudios de poesía española destacan los dedicados a la poesía del Siglo de Oro, Juan Ramón Jiménez y los poetas de la Generación del 27, con un interés especial por Francisco Pino, del que ha realizado numerosas antologías y estudios críticos. La última de estas antologías, titulada “Calamidad hermosa”, ha sido publicada este mismo año, con ocasión del Centenario del poeta.Perteneció al Consejo de Dirección de la revista de poesía “El signo del gorrión” y codirigió la colección Vuelapluma de Ed. Edilesa. Su obra poética aparece en numerosas antologías, entre las que destacan “Las ínsulas extrañas. Antología de la poesía en lengua española” (1950-2000) y “Poesía hispánica contemporánea”, ambas publicadas por Galaxia Gutemberg y Círculo de lectores. Actualmente es colaboradora habitual en la sección de opinión de El Norte de Castilla y publica en distintas revistas literarias.