Vivo en Valladolid y tengo una perra que se llama Tula. Una perra buenísima que últimamente me mira sin comprender por qué la he castigado a estar permanentemente atada cuando sale a la calle, que no entiende la razón de que ya no la suelte ni un ratito para que correr con sus amigos Tris, Lu, Rufa, Tres, Lucas, Blaqui, Rufo, Maga, Pipo, Lía…. Ellos, igual que Tula, sufren la condena de una ciudad con unas ordenanzas inmisericordes contra los perros. Y que además elude la responsabilidad de proporcionar a sus amos lugares de esparcimiento para ellos y para sus amigos más fieles. Sí, en Valladolid, los amos de los perros somos tratados como delincuentes potenciales, perseguidos por algunos guardias que, en cuanto los soltamos en lugares en donde a nadie molestan, nos fichan, nos amenazan y acaban imponiéndonos multas de enorme cuantía. ¿Desean que los sacrifiquemos?, ¿seguirán entonces con las flores -¡ah, mi hermoso balcón!- con la excusa de que en la primavera las macetas atraen a los insectos? Y el caso es que nosotros somos ciudadanos como los demás, pagamos nuestros impuestos y soportamos con paciencia la polución, el ruido del tráfico y demás incomodidades urbanas. ¿Por qué somos hostigados sin compasión por los que no comparten nuestro amor a los perros?. Ya sabemos que muchas personas tienen fobias a los animales, por eso pedimos –¡es un clamor!- lugares donde podamos soltar a nuestros perros y contemplar cómo se regocijan entre ellos sin hacer daño a nadie. Lo piden también muchas personas que no tienen perro, pero a las que les gusta el espectáculo de su alegría inocente. Por eso en mi próxima columna les diré cómo y dónde firmar un documento exigiendo que se cambien las ordenanzas o que el Ayuntamiento establezca lugares acotados para que nosotros y nuestros perros podamos disfrutar de la ciudad. Y para terminar les cuento un relato de “El Sendebar”, el libro que Don Fabrique, hermano de Alfonso el Sabio, hizo traducir de la sabiduría oriental, en que se pone de relieve la injusticia de la desconfianza hacia los perros y los beneficios de su compañía: “Una mujer le encargó un día a su marido que se quedara al cuidado de su hijito dormido. Pero a este hombre, que tenía un perro muy bueno, le reclamó a palacio un mensajero del rey. Y el hombre le dijo a su perro: guarda bien a mi niño. Al poco de haberse ausentado, se acercó al niño una enorme culebra. El perro que la vio, saltó sobre ella y la despedazó para proteger al hijo de su amo. Cuando oyó sus pasos de regreso, salió ufano para señalarle que había salvado a su hijo. Pero el hombre, al ver sus fauces ensangrentadas, echó mano de su espada y lo mató, creyendo que acababa de devorar al niño”. Moraleja de la sabiduría milenaria: nada debe hacerse sin reflexión, antes de averiguar la verdad. Y la verdad es que los perros, con su vitalidad y alegría, están salvando a Valladolid de convertirse en una ciudad antipática, ensimismada, pretenciosa y, en definitiva, poco habitable . ¿Verdad, Tula? Nos obligan a teneros permanentemente encadenados sin que hayáis cometido otro delito que ser el último vínculo entre el hombre y la naturaleza. (Tula les agradece de antemano sus comentarios favorables).