Les voy a contar una vida corriente, de lo que antes llamaban un “chupatintas” y hoy un administrativo. El hombre al que me refiero nació 1883 en una ciudad europea, de una familia de comerciantes. Era el hijo mayor, por lo que su padre, un tipo muy autoritario, planeó que, por medio de los estudios, hiciera ascender a la familia en la escala social. Fue un buen estudiante de Primaria y Bachillerato, pero se torció al llegar a la Universidad: se matriculó en Químicas y no duró allí ni tres semanas, luego probó con Filología e Historia del Arte, pero tampoco se centraba. Así que su padre decidió cortar por lo sano y le obligó a estudiar Derecho, que es una carrera muy aconsejable para los indecisos, como ustedes saben. En sus años de estudiante se interesó por el teatro y recibió la influencia de las ideas socialistas. Y es que el muchacho tenía aficiones intelectuales. Sus compañeros le describían como un joven solitario. Aunque no parecía tonto en absoluto, carecía de don de gentes y aparentaba estar acomplejado, no se sabe por qué. Yo tengo un retrato suyo y, excepto una profunda mirada de asombro y las orejas de soplillo, no le veo nada de particular. Quizá es en su salud quebradiza en donde reside la clave de su misantropía. Nada más finalizar los estudios, su padre le colocó en una agencia de seguros, en donde permaneció hasta los 39 años. Le jubilaron por enfermedad, cinco años antes le habían diagnosticado una tuberculosis. El suyo era un trabajo de media jornada, anodino y mal retribuido, pero le dejaba tiempo para escribir, tarea a la que se dedicó durante toda su vida, sin mucho éxito, ya me entienden. Su padre, que llevaba mal haber tenido un hijo con tal cortedad de miras, intentó motivarle incluso por las malas, hasta que dio el caso por perdido. Él se tomaba muy a pecho los reproches de su progenitor, pero seguía erre que erre, emborronando papeles sin salir de su cuarto. Para que se hagan una idea, un día escribió en su Diario que se sentía como un insecto, encima de la cama, respirando con dificultad y sin atreverse a abrir la puerta por no encontrarse con el energúmeno de su padre. ¿Tiene su hijo algún amigo en semejantes circunstancias? Los hay a cientos. Pero no crean que en su vida solo hubo desdichas. Tuvo tres novias, a las que escribía un montón de cartas, aunque no terminó casándose con ninguna de ellas. Por eso murió solo, en un sanatorio, en 1924. En los últimos días hablaba poco, le dolía mucho la garganta. Sin embargo, sacó fuerzas de flaqueza y llamó a un amigo suyo para pedirle que quemara todos los papeles tras su muerte. Además de numerosos relatos, tenía dos novelas inéditas y una inacabada, nada que considerara suficientemente bueno para ser conservado. Su amigo se lo prometió, pero, una vez muerto, decidió intentar publicarlos. Y tuvo tanto éxito que acabó por editar hasta los diarios y las cartas a las novias. Llegaron a ocuparse de sus escritos grandes intelectuales, como Adorno, Barthes o Deleuze, y hace unos días he visto en el periódico que aquellos papeles de su puño y letra permanecen guardados en una caja fuerte de un banco suizo que se niega a desprenderse de tan cuantioso tesoro. Y lo que es más importante: el mundo sería mucho peor si él no hubiera renunciado a escribir. Se me acaba el espacio de mi columna, pero si quieren saber más sobre mi personaje solo tienen que mirar en Google las entradas de Frank Kafka. Y miren a su alrededor, por si acaso.