“Todavía llevaban pantalón corto ese año, aún no fumábamos, entre todos los deportes preferían el fútbol y estábamos aprendiendo a correr olas, a zambullirnos desde el segundo trampolín del “Terrazas”, y eran traviesos, lampiños, curiosos, muy ágiles, voraces”. Así comienza “Los cachorros”, una de las obras maestras de la Literatura Universal. Su autor es Vargas Llosa. Devoramos sus novelas cuando aún éramos cachorros lectores, curiosos, muy ágiles, voraces. Leímos con el mismo entusiasmo “La ciudad y los perros”, “La casa verde” y “Conversaciones en La Catedral”, y en ambientes tan ajenos como un internado militar de Lima o un prostíbulo de Piura reconocimos la verdad dura y tierna de la vida, protagonizada por seres que se debatían entre el idealismo y la mezquindad, ángeles caídos en un abismo de desolación. Como los espectadores de las tragedias de Sófocles, asistimos al enfrentamiento del hombre con su destino y al desastre inevitable que esta lucha heroica acarreaba. En las novelas de Vargas Llosa descubrimos que Caín y Abel eran una misma persona, que Abel perecía en cada individuo a manos de un Caín acosado por la necesidad de sobrevivir en un mundo en donde la inocencia es una enfermedad mortal. Acostumbrados a esos platos tan fuertes, a muchos de sus lectores se nos cayó luego de las manos el humorismo insignificante de “Pantaleón y las visitadoras”. Seguimos leyendo por fidelidad “La guerra del fin del mundo” y ya hemos olvidado cuál fue la novela de Vargas Llosa que abandonamos a la mitad. No desde luego sus ensayos de crítica literaria, en los que permanecía la tensión y la trascendencia de sus novelas primeras. Lo malo es que, dejando aparte la deriva ideológica de su autor, -ahí tenemos el ejemplo de Borges, siempre admirado a pesar de sus abominables preferencias políticas- con la concesión de este Premio, la “Internacional conservadora en busca de un profeta” ha escogido a Vargas Llosa como su capo y mentor. Al no haber leído sus novelas mejores –son obras ásperas, salvajes- ponderan sobre todo su elegancia, simpatía y talante liberal. Pero si algún día las sacan de sus estanterías de madera noble, verán que Vargas Llosa es un hueso duro difícil de digerir para los estómagos satisfechos. Sin embargo, es por haber escrito esas obras por lo que le han concedido el Premio Nobel: “por su cartografía de las estructuras del poder y sus imágenes mordaces de la resistencia del individuo, su rebelión y su derrota”, esto ha dicho el Jurado. Y ha dado en el clavo por esta vez: ni todo el éxito del mundo, ni toda la complacencia de los neocons, puede detener la fuerza y la verdad arrolladora que transita por las páginas de estas novelas. Las escribió en los años 60, en el tiempo en que su mayor deseo era estrechar la mano de Jean Paul Sartre, el escritor comprometido que renunció al Premio Nobel. Y hablando de Premios Nobel, ¿han leído algo de Liu Xiaobo, el escritor chino que se pudre en una cárcel de Pekín? Dicen que lloró de emoción al enterarse de que el mundo no le había olvidado. Apenas sabemos nada de él. Por eso esperamos con curiosidad y voracidad leer las palabras que Vargas Llosa le dedicará en su discurso. Hablará de Liu Xiaobo, seguro. No puede haber olvidado que lo verdaderamente profundo anida en el corazón de los hombres que se enfrentan al destino, de los que se juegan la vida por perseguir esa quimera que es la libertad.